Desde siempre, la primavera y los albores del verano han estado para mí fuertemente asociados con el color amarillo.
Primero viene la forsitia, cuyas ramas cortadas pueden florecer en la calidez de un hogar antes de que la escarcha y la crudeza del invierno se disipen. La forsitia es la pionera, la primera promesa; más tarde aparecen los ondulantes narcisos a los que Wordsworth dedicó un poema.
Al noroeste del Pacífico, la llamada uva de Oregón, que llega al final del verano con unas hojas oscuras, satinadas y punzantes y con unas bayas de un azul empolvado, tiene un inicio drásticamente diferente, en una nube de flores de color amarillo brillante.
La forsitia es amarilla; los narcisos son amarillos. Las flores de la uva de Oregón son amarillas; las abejas que revolotean entre ellas tienen bandas de color amarillo. El amarillo, también, tiñe la crema que se produce en las pasturas nuevas, frondosas y abundantes de la primavera. Cada semana, un granjero deja en mi casa medio litro de crema y cuatro litros de leche de su vaca Jersey. La leche tiene una capa de crema que no luce con la blancura deslumbrante que habitualmente asociamos con un vaso espumoso de nuestra dosis diaria de vitamina D. Hay un suave, apagado, aunque rico tinte de oro, como si una persistente impresión del sol que alimentó las pasturas que alimentaron a la vaca se reflejara en la leche que me alimenta. Esta característica reflectante, esta sombra hecha de luz es la que da su nombre a la amapola amarilla, otra flor primaveral: sostenla bajo el mentón y, según se dice, si te gusta la manteca, lanzará un destello hacia arriba.
Las amapolas amarillas también pueden significar el increíblemente brillante color de los asombrosos primeros grumos de la grasa láctea. Cuando hago manteca a partir de esa crema que recibo semanalmente (la mejor manteca del año, pues la hierba primaveral crece con rapidez y es dulce) nada pasa durante los primeros interminables diez minutos. Con la melancolía del alquimista, me resigno a nada más emocionante que crema batida sobre mis papas asadas. Pero, de pronto, los grumos amarillos aparecen. Mientras continúo mezclando y luego, cuando amaso y exprimo, sin dejar de mirar cómo los sólidos de grasa lentamente se separan del líquido, el dorado pálido de la crema se vuelve más rico y fuerte. Cuando vierto el suero de la leche, es como si estuviera desvelando un núcleo fundido.
El célebre verso de Robert Frost que dice “El primer verde de la naturaleza es dorado” ha sido interpretado de varios modos: como un pensamiento acerca de la inocencia, la juventud y la esperanza. Yo creo que se trata de la manteca.
Pero, a diferencia del conmovedor poema de Frost, en la primavera, el primer verde de la naturaleza viene del dorado y al dorado regresa. El sol que alimenta las pasturas que tiñen la crema recrea su propia imagen en las grandes yemas color amarillo anaranjado de los huevos, puestos en abundancia en esta época del año por las gallinas que rascan el suelo y los pollos que picotean. Está en el “oro líquido” del calostro que alimenta a los nuevos terneros. Está en las nuevas papas Yukon que durmieron en la tierra durante todo el verano. Salpica las pasturas verdes con flores. Es el pollito que rompe el cascarón. El amarillo está en todas partes en la primavera y el verano, porque el amarillo es el color de la nueva vida, de la vida en abundancia.
En general, saludamos esta sinfonía de amarillo con los brazos abiertos. Pero hay un elemento del cambio anual hacia el dorado que no provoca alegría en el corazón de las personas.
El diente de león.
El nombre “diente de león”, del francés dent-de-lion, proviene de su hoja dentada. Pero algo en toda la planta resulta leonino: no solo el follaje de bordes afilados, sino también los largos pétalos amarillos que forman racimos como cabezas enmarañadas y el arrojo propio de un león con el que año tras año, descuidada y no deseada aparece en todo el mundo.
El diente de león no se considera una de las glorias de la naturaleza. Es una mala hierba, una peste, un invasor nocivo, un enemigo. Junto con la digitaria, es el principal enemigo del césped bien cuidado. Hay algo de razón en esto. Los dientes de león son increíblemente resistentes, debido a sus profundas raíces primarias, y se diseminan fácilmente con el viento a lo largo de amplias extensiones. Nadie quiere que estos erizos pequeños y duros compitan con alguna otra delicada princesa del jardín que uno intenta proteger suavemente y mimar hasta su madurez. Justo el otro día vi uno que crecía demasiado cerca de una de mis camasias. Lo arranqué de raíz sin ningún remordimiento y lo dejé ahí como advertencia para sus amigos.
Pero el odio indiscriminado hacia el diente de león no surge generalmente por sus discretas incursiones contra un borde herbáceo. Los dientes de león son el enemigo número uno durante el verano cada vez que aparecen en el césped: un espacio que, por definición, está libre de macizos de flores y cultivos complejos. Con justicia se han derramado ríos de tinta acerca de las paradojas del jardín delantero estadounidense: cómo el mantenimiento de grandes extensiones de césped se originó en sociedades pastoriles en climas húmedos y se transformó en un símbolo de estatus en climas donde no había ovejas para pastar ni agua para regar; cómo la radical expansión señorial del césped se volvió el patio de bolsillo defendido con igual ímpetu feudal.
¿Es realmente el verano un momento para encontrar más razones para trabajar? No. Es el momento de recibir con gratitud la abundancia de la creación.
La transformación es encantadora, quizá incluso noble: está alineada con ese instinto estadounidense según el cual todas las personas tienen derecho a poseer algo propio, algo para apreciar, construir y legar; que la casita del trabajador sea tan importante y digna como el castillo del rico. Pero cuesta no sentir que, en el proceso aleatorio de afianzamiento cultural, ese instinto se ha pervertido al ser desaprovechado en un objetivo impropio. El césped es un engañoso callejón sin salida, una puerta falsa en la tumba de un faraón, un túnel de historieta pintado por Wile E. Coyote. Es uno de nuestros cultivos más regados y, sin embargo, no produce nada. Puede exigir un mantenimiento puntilloso, un ritmo de cuidados en torno al cual se construye una imagen masculina completa, y aun así el edén que todos esos adanes construyen es, en su mayor parte, un páramo verde, una ausencia. El césped no necesita una armonización sabia de las formas dispares de vida, el tipo de verdadera norma digna del rey suburbano. No es fecundo ni en color ni en forma, ni en alimento ni a nivel del suelo. Exige agua y una interminable campaña de eliminación. Incluso en tanto espacio vacío para la actividad humana, el césped es un fracaso: es mucho más probable que las personas jueguen al fútbol o coman en su patio trasero que en el jardín delantero, pues la superficie plana y el vacío del césped delantero crean un tipo de exposición despiadada a la calle.
En este monocultivo aspiracionalmente estéril no hay espacio para el diente de león, lo que es una vergüenza. Los dientes de león casi no dan trabajo al ser cultivados y, sin embargo, devuelven en abundancia: no solo de belleza ―esas melenas de amarillo festivo que rompen la extensión plana de césped y las inflorescencias de gasa que proporcionan a los niños esa juguetona magia de los deseos―, sino en alimento. Cada parte del diente de león es útil. Las raíces pueden ser tostadas para hacer un café de hierbas amargo, hechas en escabeche, comidas en su etapa tierna como rábanos o convertidas en infusión digestiva. Las hojas pueden ser puestas a secar y consumidas como un té de hierbas bueno para el hígado. Las hojas frescas están llenas de vitaminas. Cuando aún son tiernas, constituyen una alternativa delicada y aromática a la más requerida rúcula: es posible comerlas en una ensalada, mezcladas con una vinagreta de mostaza bajo unos huevos de pato pasados por agua. Las hojas más viejas, amargas y duras pueden ser estofadas a fuego lento con panza de cerdo, o picadas y fermentadas para hacer un condimento.
En mi opinión, la mejor parte del diente de león es su cabeza leonina. Recogida, despalillada, hecha infusión en agua y dejada fermentar con miel sin refinar, se transforma en algo mágico: el aguamiel de diente de león es en parte tónica, en parte vino, una alegría efervescente de verano y luz de sol embotellada.
La utilidad del diente de león, por supuesto, depende de si el césped que lo acoge ha sido fumigado con herbicidas tóxicos que se venden específicamente para combatirlo. De hecho, empresas como Monsanto han habilitado en su mayoría el estado actual de guerra total contra el diente de león, mediante el desarrollo de productos innovadores como Roundup que permiten que los dueños de casa rocíen selectivamente las malas hierbas sin matar el pasto. El sitio web de Roundup nos recuerda que matar malas hierbas invasoras (como el diente de león) es una importante acción de servicio público: “Las malas hierbas invasoras pueden apoderarse de un área y desplazar a las plantas autóctonas, lo que puede tener consecuencias ambientales negativas. En algunos casos, las malas hierbas invasoras pueden incluso amenazar ecosistemas enteros”.
Resulta irónico que Roundup se haya posicionado como una herramienta al servicio de las plantas autóctonas, puesto que las plantas autóctonas generalmente son promocionadas como la antítesis del césped, el paraíso al cual podríamos acceder si nos escapáramos del lavado de cerebro de las grandes compañías del ramo. Destruya su césped, dice el consejo, mate su pasto y en la primavera plante una pradera de flores silvestres, macizos de arbustos y malezas, saúcos, cerezos de Virginia y equináceas, quizá incluso una pequeña laguna, y vea mariposas monarca, abejas autóctonas y todo tipo de pájaros, insectos, ratones de campo y ranas, mientras disfruta de la abundancia de un ecosistema local que florece bajo el sol del verano.
“El diente de león no se sostiene por su propio interés, sino solo como algo para ser dado; un aliento hace el resto y lleva la “‘buena voluntad’” a “‘buen término’”
—Lilias Trotter
Sin duda es una hermosa imagen. No puedo decir ni una palabra en contra. Pero me pone un poco melancólica que incluso entre los cruzados anticésped, el útil, valiente y hermoso diente de león esté a medio camino entre algo secundario y una molestia.
Además, el jardín paradisíaco de plantas autóctonas lleva mucho trabajo: matar el césped, planificar, comprar, plantar, cubrir con mantillo, escardar, experimentar con lo que funciona y lo que no funciona o pagar por el consejo de expertos. Da un buen trabajo. Pero muchas personas que tienen césped no quieren más trabajo: disfrutan del trabajo en el césped precisamente porque se siente como un tipo de cuidado de su ambiente con un estándar de cuidado mínimo y manejable.
Para esas personas, pues, va mi intento de persuasión: simplemente hagan un poco menos. Pueden tener una pradera, verde y dorada, salpicada con la sencillez y la abundancia del verano, una fiesta para los ojos, el cuerpo y las abejas, todo trabajando un poco menos. Y, además, ¿es realmente el verano un momento para encontrar más razones para trabajar? No. Es el momento de recibir con gratitud la abundancia de la creación, la sinfonía del amarillo. El tiempo del trasplante durante el inicio de la primavera ha quedado atrás y se aproxima el tiempo de la cosecha. Ahora es el momento de tenderse en la hamaca sorbiendo aguamiel de diente de león.
No sé si esto convencerá a alguien. Creo que quizá el diente de león necesite un poeta, no una ensayista, que salga en su defensa. El poema de Walt Whitman “El primer diente de león” nunca alcanzó el reconocimiento universal de otras odas a flores primaverales, quizá a partir de un malentendido sobre el diente de león como un inocente amable en lugar de un aguerrido peleador:
Simple, fresco y bueno al final del invierno
emergiendo,
Cual si ningún artificio de dinero, política o moda
jamás hubiera existido,
Desde su rincón soleado de pasto protegido
inocente, dorado, como el alba, tranquilo,
El primer diente de león de la primavera muestra su rostro
crédulo
Pero si el Wordsworth del diente de león aún tiene que aparecer, la ocasión para meditar ya ha sido dada. Lilias Trotter, una misionera, escritora y artista del siglo XIX y comienzos del siglo XX, escribió:
Este diente de león ha entregado hace mucho sus pétalos dorados y ha alcanzado la etapa culminante de su muerte ―la delicada esfera con semillas ha de abrirse ahora―; da y da hasta que ya nada queda.
Qué revolución sería para el mundo ―un mundo de cuerpos hambrientos aquí, un mundo de almas hambrientas en el extranjero― si el estándar de dar se pareciera a esto: si el pueblo de Dios se atreviera a “volverse pobre” como Jesús hizo, en aras de las necesidades de su entorno; si el “yo”―“mí”―“mío” fueran prácticamente entregados, para ya no ser reconocidos cuando colisionaran con aquellas necesidades.
La hora de esta nueva muerte está claramente definida por la esfera del diente de león; está marcada por el desprendimiento. No hay ningún sentido de desgarramiento; se alza listo, manteniendo en alto su pequeña vida, sin saber cuándo ni cómo ni dónde el viento que sopla por donde quiere puede arrancarlo. Ya no se sostiene por su propio interés, sino solo como algo para ser dado; un aliento hace el resto y lleva la “buena voluntad” a “buen término” (2 Cor 8:11). Y para un alma que a través de la “frecuente muerte” ha sido traída hasta este punto, incluso aquellas acciones que parecen implicar un esfuerzo se vuelven algo natural, espontáneo y lleno de “involuntariedad celestial”, tan simplemente son el resultado del amor permanente de Cristo.
El diente de león es un signo obvio del amor de Cristo: como señala Trotter, por su desprendimiento difusivo y sin cálculo; para el artista Rafael, su amargura y sus espinas son un símbolo de la Pasión. Quizá, también, sus muchos poderes de salud y sanación del cuerpo, y la evocación del León de Judá en su nombre, sus dientes, su pequeña cabeza fiera, invitan a la comparación.
Y quizá el desprecio que acumulamos sobre los dientes de león sea, por este motivo, otra señal esperanzadora. Bienvenido o no, considerado una mala hierba o una flor, atormentado con herbicidas o acunado en las manos de los niños, el diente de león siempre regresa. Cada año aparece bajo el sol del verano, crece por todas partes, indiferente a nuestras protestas, ofreciéndose como alimento y alegría para todos aquellos que se preocupan por probar su abundancia.
Traducción de Claudia Amengual