Cada vez que veo un padre caminar llevando a su hija de la mano, me invade una profunda sensación de seguridad. Soy la sexta de ocho hermanas, y me tomé de la mano de mi padre mientras pude.
Comencé de pequeña, cuando –con infantil orgullo– me tomaba de su mano siempre que tenía oportunidad. De adolescente, tomaba su mano en nuestra caminata vespertina al establo a chequear los animales, agradecida por la penumbra porque así mis pares no me veían. Ya cerca del final, tomé la mano de mi padre sobre la colcha descolorida de su cama matrimonial; su mano delgada apretó la mía con inusitada fuerza en aquella última tarde juntos antes de su muerte temprana a causa de cáncer.
Han pasado años desde que solté su mano por última vez, y he tenido tiempo para meditar en todo lo que mi padre me enseñó; enseñanzas que a veces me transmitió en palabras, pero mayormente en hechos.
Mi padre me enseñó a no rehuir el dolor sino a transformarlo en fuerza motivadora para la vida. Perdió a su primera esposa –mi madre– en forma repentina, a causa de un aneurisma cerebral, y exactamente seis años después, perdió una hija de diez años a causa de un osteosarcoma. Pero no por eso dejó de amar. Al cabo de un tiempo, se casó con la más maravillosa madrastra que una niña puede tener y nos dedicó a nosotras, sus hijas, incontables horas –trabajaba con nosotras en el establo y en la granja; nos enseñó a manejar maquinaria y herramientas, a amar y cuidar animales de toda clase y tamaño; nos leía cuentos antes de dormir, cantaba canciones y nos llevaba a acampar.
Me enseñó acerca de la gracia cuando, estando yo en segundo año de escuela, vino a arrodillarse junto a mi cama para pedirme perdón. (Esa mañana, antes de ir a la escuela le dije que me sentía mal, pero él sugirió que tratara de ir de todos modos; fui, pero al llegar vomité sobre el escritorio de la maestra). Las lágrimas asomaban en sus ojos azul profundo, y yo sollozaba aferrada a su mano apoyada sobre la baranda de mi cama, justo donde la veta de la madera formaba la figura estilizada de un ángel que para mí semejaba el perfil de mi madre.
Me enseñó compasión cuando me reprendió por animar a toda mi clase de segundo año a reírse de un niño de otra escuela cuyo apellido se pronunciaba igual que un tipo de roedor. “Nora, tú tienes un muy buen apellido, Mason, que no se presta para burlas o bromas. No es culpa de Chris que su apellido sea Voll”. (Dios rió último en este caso; aquel niño es ahora mi esposo, y yo tomé su apellido).
Me enseñó una excelente ética de trabajo: desde la minuciosa rutina de limpiar de insectos las plantas de papa después del almuerzo, o limpiar las caballerizas, hasta madrugar para preparar el desayuno.
Me dio independencia al enseñarme a manejar caballos, tractores y automóviles; cambiar cubiertas; hacer un cordón de soldadura; comprar y recibir, en su nombre, alimentos para animales del proveedor local; ajustar un currículum, conseguir y conservar un empleo.
Me enseñó aceptación al admitir desde el principio que yo no tenía talento para la costura ni las tareas domésticas, como algunas de mis hermanas, sino más bien para enseñar, escribir y trabajar en equipo –ah, y también, asistir el parto de las ovejas y estar disponible cuando las yeguas parían sus potrillos. (De paso, papá, te cuento que he agregado cerditos a mi repertorio; el año pasado tuvimos una situación complicada con una cerda criada a campo… creo que logré sacar quince vivos).
Me enseñó responsabilidad cívica: me alentó a reconocer cuando había un vacío, reunir un grupo de gente buena y ofrecerme a colaborar y hacer lo que fuera necesario.
Me enseñó humildad cuando lo veía pedir perdón con frecuencia, nunca culpar a otros y ofrecer comprensión y perdón aun cuando no era merecido.
Me enseñó acerca del amor al ver cómo él y mi querida segunda mamá sellaban el fin de cada jornada con un beso y un abrazo, y cuando me preguntaba, al final del día, qué gesto o acción bondadosa había tenido para con otra persona.
Me enseñó autoestima cuando me hizo saber con absoluta certeza que me consideraba tan valiosa que juzgaría a quienquiera fuera digno de mi amor según supiera o no valorar mi alma, mente y corazón como bienes eternos.
Me dio confianza cuando me dijo que estaba orgulloso de mis calificaciones (no importa si no eres buena en matemáticas) y el desarrollo de mis competencias como maestra, y que si seguía adelante con mi vocación docente –en el lugar que fuere– podría tener un impacto positivo en muchas vidas en su etapa más vulnerable.
Me enseñó la importancia de la amistad; vi a mi padre establecer fuertes vínculos con personas ajenas a nuestra tradición de fe, y nos animó a sus hijas a hacer lo mismo. En mis años de secundaria, solía bromear, «Tienes amigas musulmanas, judías, adventistas y varias ateas, pero aún te falta traer a casa una amiga budista, Nora». No te preocupes, papá; la encontré aquí en Australia, y estoy aprendiendo mucho con ella. Igual que tú, perdió a su esposo joven y está criando muy bien a sus hijos. (En los días previos a su fallecimiento, mi padre gustaba beber unos sorbos de Cutty Sark que su amigo budista le enviaba regularmente).
Me enseñó la importancia del descanso cuando, después de una larga y calurosa jornada cosechando heno, traía una conservadora con cervezas frías, nos hacía bajar de los tractores y se sentaba con sus hijas (tres de nosotras ya de veintipocos años) a disfrutar de una cerveza y la satisfacción por la tarea realizada, mientras el sol se ocultaba sobre el río Wallkill.
Me enseñó a pensar por mí misma, a liderar o seguir, según fuera necesario; a explorar esto que llamamos nuestro mundo –tan maravilloso y, a la vez, tan fragmentado– a través del estudio, los viajes y el trabajo voluntario; a escoger mi propio camino y a tratar siempre, por muy torpe que fuera mi intento, de construir una narrativa de amor, servicio y bondad.
Me enseñó, a través de las amistades que cultivó, los lugares que visitó y las situaciones que enfrentó, que las mejores cosas a menudo surgen de los momentos más confusos y complicados de la vida, que no solo debía aceptarlos sino buscarlos; que rechazara la perfección y los finales impecables, y que creyera siempre, en todo momento y situación, que “el tiempo y el amor todo lo curan”.
Me enseñó que es mucho más importante ser bondadoso que hacer lo correcto, porque cada vez que él había optado por la corrección sobre la bondad, había lastimado mucho a otras personas. Lo que deseaba para mí, ante todo, era que ayudara a que otros seres humanos tuvieran una vida más buena, más agradable y con más bondad.
Mi padre era perfectamente imperfecto y compartía conmigo sus tropiezos, defectos y equivocaciones con total libertad, como si no le pertenecieran. Daba la impresión de que sabía, por intuición, que eso no lo disminuiría ante mí y que daba por hecho que yo cometería los mismos errores y muchos más.
Me enseñó hospitalidad y flexibilidad cuando él y mi madre le abrían las puertas de nuestra casa a todo el que llegaba, a cualquier hora, fuera o no conveniente.
Me enseñó la importancia de reír cada vez que yo me tomaba demasiado en serio a mí misma (siempre) y que la autocrítica es un arte (sin saberlo, me estaba preparando para mi futuro en Australia).
Me mostró amor parental cuando lo vi llorar el día de mi casamiento. “Estoy muy feliz por ti –me aseguró–, no te preocupes. Solo necesito acostumbrarme a la idea de que otro hombre me ha reemplazado”.
Me enseñó esperanza y coraje las veces que perdí embarazos y él escuchó mi llanto sin decir otra cosa que “Te quiero”.
Me enseñó el valor de un legado cuando, antes de morir, les escribió cartas a mis hijos muy pequeños para que conocieran su voz y sus deseos para ellos hasta que llegaran a convertirse en hombres.
Todo lo que me enseñó no se debió a su buen nivel de educación. Mi padre tenía dislexia; cursó segundo año de secundaria y después, asistió dos años a una escuela agrícola con internado. Me enseñó todas estas cosas porque aun cuando estaba atravesado por el sufrimiento, cansado por el trabajo o dudando de poder sobrellevar la carga que pesaba sobre él, eligió dedicar horas de su vida a criarnos a mis hermanas y a mí de la única manera que sabía: amando, trabajando, descansando, y esta secuencia se repetía de modo que los tres componentes conformaban un todo integrado.
Mi padre no era perfecto, pero era alguien presente, vulnerable, confiable y humano. Por eso, a lo largo de toda mi vida hasta hoy, siempre he sentido la seguridad de su mano sosteniendo la mía.
Traducción de Nora Redaelli