La tarde está oscura y fría. Un viento húmedo y cortante de noviembre azota los antiguos muros de la iglesia. Los espléndidos largos días del verano escocés se han acabado y, aunque apenas son las primeras horas del anochecer, el mundo se ha hundido en un profundo azul celeste como las olas del océano que lamen el castillo al final de la calle. Como una tortuga me meto hacia dentro de mi suave bufanda y giro el picaporte de hierro, que gime con indignación mientras la puerta se abre hacia la capilla. Desde el interior, la luz, si no la tibieza, se irradian a partir de la oscuridad absoluta. Se enciende una hilera de velas, diversamente deformadas al derretirse de modo irregular por los soplos de aire helado que se cuelan entre las piedras. En la penumbra veo una multitud de asistentes apiñados, librillos en mano. Encuentro mi asiento y, después de algunos murmullos, comenzamos:
Oh, Dios Todopoderoso, que has reunido a tus elegidos en una comunión y una hermandad, en el cuerpo místico de tu Hijo Cristo, nuestro Señor: concédenos tu gracia para que sigamos a tus Santos benditos en una vida virtuosa y piadosa, para que podamos acceder a esos gozos indescriptibles, que has preparado para ellos quienes te aman verdaderamente; por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
El triduo de Todos los Santos, esa tríada de días que van desde los últimos días de octubre hasta el primer día de noviembre, descorre el velo del tiempo y nos recuerda de modos necesarios cómo las realidades celestiales se entrelazan con nuestra experiencia cotidiana. Nos recuerda que los ángeles, los santos y toda la compañía de cielo están atentos a nosotros. Pero también nos recuerda que otras personas mueren y que también nosotros moriremos. En los viejos tiempos, la Vigilia de Todos los Santos se inicia con una misa de vigilia por la Víspera de Todos los Santos (llamada Halloween) que nos lleva al Día de Todos los Santos y culmina en el Día de Difuntos. Es un tiempo para recordar a aquellos que han partido antes que nosotros: los Santos cuyas vidas divinas nos alientan y proporcionan un ejemplo a emular, y nuestros seres amados cuya pérdida aún sentimos profundamente y a quienes deseamos honrar. Pero el reconocimiento de pérdida que se da en el Día de Difuntos se basa en el acompañamiento de Todos los Santos. Tiempo y eternidad se apiñan como parroquianos en un día ventoso. Celebramos la “nube tan grande de testigos” que nos aclaman del otro lado del velo, incluso mientras recordamos con aflicción nuestras experiencias de separación de los seres amados y fieles que han muerto antes que nosotros. El velo entre el tiempo y la eternidad se siente delgado en estos días. Vemos nuestra pérdida y nuestro dolor a través del prisma de la eternidad, según el cual los muertos y los vivos parecen cercanos y no lejanos.
La música de Arvo Pärt evoca de un modo extraordinario este consuelo lastimero; la aflicción de nuestra frágil vida elevada hacia y entrelazada con la eternidad. En su famoso ensayo titulado “Consolations”, Alex Ross cuenta la historia de un hombre que estaba agonizando debido a un cáncer terminal. Un amigo le envió una colección de discos compactos que contenía Tabula Rasa, una pieza de Arvo Pärt compuesta en 1977, un pequeño consuelo ante una muerte lenta y dolorosa. Pero el hombre escuchaba esa pieza una y otra vez, encontrando consuelo en las composiciones raras y contemplativas. Ross escribe lo siguiente: “Varias personas me han contado básicamente esta misma historia acerca de la música calma y triste de Pärt, de cómo se volvió, para ellos o para otros, un vehículo de solaz”. Para muchas personas que escuchan esa música, el socorro mediado por las composiciones de Pärt conlleva una indudable dimensión espiritual. Después de haber escuchado Tabula Rasa por primera vez en 1977, el compositor estonio Erkki-Sven Tüür expresó: “Fui transportado… tuve la sensación de que la eternidad me estaba tocado a través de su música”. Y para algunos, no se trataba de ese algo del cielo, sino de ese alguien relacionado con una presencia celestial. En un hospital para enfermos terminales en Escocia, donde la música de Pärt resultó una de las más elegidas para que los pacientes agonizantes escucharan, la madre de un hombre se sintió perpleja ante los reiterados pedidos de su hijo que deseaba escuchar la “música angelical”, y finalmente se dio cuenta de que se trataba de Tabula Rasa.
En cada uno de estos testimonios, la música de Pärt vuelve la muerte de algún modo tolerable, haciendo que la eternidad esté presente. El efecto “atemporal” de la música de Pärt es a menudo atribuido a su estilo composicional distintivo de tintinnabuli, que impregna su obra. Inspirado en las resonancias de las campanas (tintinnabulum significa “campana” en latín), el tintinnabuli implica “dos voces, una melódica y otra triádica”. La relación melódica entre estas “dos voces” evita las convenciones musicales de exposición, desarrollo y recapitulación, en lugar de apoyarse en una circularidad expansiva, que el biógrafo de Pärt, Peter Bouteneff, describe como “un arroyo de agua a menudo hermoso… pero que no lleva a ningún lugar especial”. Este método se pone de manifiesto célebremente en la muy ejecutada pieza de Pärt “Spiegel im Spiegel” (espejo en espejo), un dueto de diez minutos de un piano y un violín, donde el piano ejecuta las tríadas ascendentes mientras el violín ejecuta escalas que suben y bajan, con un aumento gradual en su duración. El efecto de esas dos líneas es una disrupción de la capacidad de quien escucha para intuir si la música está progresando o simplemente serpenteando en círculos, evocando, por lo tanto, lo que el título implica: un espejo infinito. En su libro The Extravagance of Music, David Brown señala que “al reducir la progresión de la música a un mínimo, se sugiere un sentido del tiempo trascendido, incluso cuando, inevitablemente, el tiempo, de hecho, avanza”. Pärt admite abiertamente que esa es su intención. En una entrevista declaró lo siguiente: “ese es mi objetivo: tiempo e intemporalidad están conectados. Ese instante y la eternidad luchan dentro de nosotros”. Parecería que Pärt intenta llevar esa lucha a la superficie para quien escucha, logrando lo que Malcolm Guide describe bellamente como “intemporalidad resonando en el tiempo”, donde quien escucha no es arrancado del tiempo, sino que experimenta la eternidad dentro de él. Dos voces, una canción: esta es nuestra vida mortal.
Tiempo y eternidad; he ahí las dos voces que cantan para mí en el Día de Todos los Santos. Ese día nos reconocemos mortales, mientras vivimos atravesando la variabilidad y la ansiedad de la vida. Y, sin embargo, por un momento, el velo se descorre. Vemos o, mejor aún, oímos, la voz de Todos los Santos e incluso la “música angelical” que nos impulsa y nos da valor. Martin Heidegger describió la muerte como la “posibilidad esencial”, pero en el Día de Todos los Santos recordamos que estamos acompañados. Rodeados por “una nube tan grande de testigos”, nuestra propia vida mortal se enmarca y profundiza, y la realidad de nuestra propia muerte es enmarcada por las vidas divinas que nos han precedido. Al igual que la “música angelical” de Pärt, nuestra propia experiencia de confusión y miedo es reconocida y, sin embargo, se nos recuerda que no estamos solos, sino acompañados, rodeados, elevados. En el Día de Todos los Santos oímos el tintinnabuli de la vida mortal y eterna.
Pero el Día de Difuntos sigue al Día de Todos los Santos. En el Día de Difuntos recordamos a las personas que hemos amado y perdido en esta vida. Encuentro consuelo en el hecho de tener un día para admitir en silencio que hay un agujero en alguna parte de mi mundo. Y al igual que los muros que devuelven el eco en la capilla del Día de Difuntos, las composiciones de Pärt también están cómodas con el silencio. El énfasis que Pärt pone en el silencio tuvo su inicio en una crisis compositiva, un período de sequía de ocho años durante el cual no compuso nada. Lejos de provocar que temiera u odiara el silencio, esa experiencia hizo que Pärt incorporara el “silencio intencional nacido de… la disciplina espiritual” a su proceso artístico y a sus composiciones musicales. Pärt describe con cierta nostalgia su ingreso a un desierto metafórico para encontrar la inspiración musical: “A veces, cuando estoy buscando respuestas, deambulo por el silencio… Aquí estoy solo con el silencio. He descubierto que resulta suficiente cuando una única nota es ejecutada con belleza. Esa nota, o un latido silencioso o un momento de silencio me consuela”. Parece que Pärt traspone sus propias experiencias de silencio en música, e intenta ofrecer solaz a quienes escuchan mediante la inclusión de unas grandes brechas de serenidad silenciosa. Lanzada después de su período de quietud compositiva, “Für Alina” pone de manifiesto la integración que Pärt hace del silencio. La pieza consiste en unas notas simples en el piano interrumpidas por pausas languidecientes y elocuentes. De modo conveniente, la pieza fue originalmente escrita para consolar a un amigo de Pärt que extrañaba mucho a su hija, Alina.
La música de Pärt vuelve la muerte de algún modo tolerable, haciendo que la eternidad esté presente.
En este contexto, la música de Pärt a veces ha sido acusada de ser casi infantilmente simple, llevada esencialmente a un punto de incomodidad. Peter Bouteneff escribe con respecto al silencio: “Parece que las personas se sienten casi obligadas a ‘llenarlo’. Como si la propia música no fuera suficiente. O quizá el silencio integrado en la música sea demasiado para ellas”. El enfoque que Pärt hace del silencio es similar al de Olivier Messiaen, un precursor del minimalismo sagrado de Pärt, quien escribió en el subtítulo de una de sus partituras: “Cada silencio de la cuna manifiesta músicas y colores que son los misterios de Jesucristo”. Para Pärt, el silencio logra la supresión del alboroto que hay en el auditorio, de manera tal que la presencia de Dios y la dulzura de la eternidad puedan ser percibidas y experimentadas. A través de la incorporación del silencio en sus composiciones, Pärt invita a quien escucha a abrirse a la presencia de Dios, a participar en las realidades eternas entrelazadas con la temporalidad. Y el efecto de esas técnicas compositivas es más que meramente teórico. Escribe Bouteneff: “Las personas en situación de dolor, las personas en su camino hacia la muerte a menudo encuentran una cualidad curiosamente empática en la obra de Pärt: sienten que la música está sufriendo con ellos”. Las dos voces están silenciosas, y en la muerte también vemos un vientre.
El silencio y el espacio tan esenciales a la música de Pärt pueden hacer que algunos de los que escuchan se sientan incómodos, pero también pueden experimentarse como un vacío en el que Dios puede entrar. Algunas veces anhelo el silencio. Una voluntad de armonizar con las brechas en nuestro corazón y nuestra vida, ya se trate de personas que hemos perdido o de oraciones que no creemos que hayan sido atendidas. El Día de Difuntos nos permite este espacio. Ingresamos en la capilla oscura. Recordamos en nuestro corazón el nombre de aquellos que nos han precedido. Encendemos una vela por ellos. Yo enciendo tres velas. Tres velas por las tres almas que he amado y perdido, cuya memoria a veces viene a mi mente con una oleada de amor y pena. Nos descubrimos orando por ellas, aunque no sea más que por un hábito amoroso. Al reflexionar sobre sus propias experiencias acerca de la música de Pärt, Bouteneff escribe que la misma le dice: “Sé que en el mundo hay una ruptura y un sufrimiento terribles. Los oigo y estoy con ustedes en eso. Sé también que sufrimiento no es la última palabra. La última palabra es luz”. Y en las velas titilantes del Día de Todos los Difuntos también es eso lo que veo: luz, esperanza, consuelo. En el espacio que proporciona, un deseo y una esperanza crecen en mi pecho, de manera tal que verdaderamente puedo decir: anhelo la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.
Traducción de Claudia Amengual. Plough ha publicado una biografía gráfica de Pärt (en inglés): Between Two Sounds: Arvo Pärt’s Journey to His Musical Language, a graphic novel biography by Joonas Sildre.
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