Ya había dejado de llover. La temporada de precipitaciones que anegó Chad y otros países del Sahel africano por fin había terminado y tocaba comenzar a medir y arreglar los cuantiosos desperfectos. Pero en Chad lo peor estaba por llegar: una nueva tanda de fuertes lluvias asociadas al aumento de fenómenos extremos por el cambio climático ha provocado las peores inundaciones en este país desde que hay registros.
A mediados de septiembre, unas torrenciales precipitaciones en el sur del país, consideradas las más abundantes de los últimos 30 años, provocaron el desbordamiento de los ríos Chari y Logone. El nivel de sus aguas subió hasta ocho metros, rompiendo las presas y anegando kilómetros de terreno, sin importar lo que allí hubiera: personas, animales o infraestructuras.
Antes de desembocar en el Lago Chad, ambos cauces confluyen en la capital chadiana, Yamena, y hasta allí llegaron las crecidas. El pasado 15 de octubre, buena parte de su millón largo de habitantes se sorprendieron con un caudal que no paraba de aumentar y se llevaba por delante lo que encontraba a su paso: viviendas, colegios, cafeterías, comercios, mercados, centros de salud… Incluso los cementerios de Toukra y Ngonba se han inundado, apenas sobresalen las puntas de las lápidas, y aterra la idea de que en cualquier momento empiecen a emerger cuerpos en descomposición. La preocupación más inmediata ahora es un repunte de enfermedades como el cólera y la malaria.
Wilfred es un joven chadiano que se desempeña como conductor de canoas en el Distrito 5 de Yamena. Durante un paseo por lo que fue su barrio, ofrece explicaciones como si fuera un guía turístico convencional: “en esta calle colocaron sacos terreros, pero el agua ha pasado por encima, no sirvieron. Este era el Café Bulldozer, ya solo se ve el toldo. Pero no te preocupes, que aquí hacemos pie si nos caemos”, avisa, y clava el remo en el fondo. Debe haber más de metro y medio de agua. En la fachada de la cafetería resiste una pizarra donde se puede leer “Real Madrid – Elche, 20.00″. Ese partido de fútbol, disputado el 19 de octubre, fue el último que se televisó en el Bulldozer.
La travesía discurre entre coches con los cristales rotos que flotan en agua sucia y casas abandonadas. En piso superior de un chalé, una familia —adultos y niños— se asoma al balcón. “¡Ánimo!”, les grita Wilfred. Unos metros más allá, dos perros languidecen en los soportales de una farmacia rodeada de agua. “Los perros nadan y si quieren irse, se irán. No van a morirse allí”, tranquiliza el remero.
El Gobierno activó el estado de alerta el miércoles 19 de octubre por las consecuencias del desbordamiento de ambos ríos: un millón de desplazados en todo el país, 18 de las 23 provincias de Chad afectadas, al menos 465.000 hectáreas de cultivo inservibles y 19.000 cabezas de ganado arrastradas por la corriente, calcula la Agencia de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO). En la capital se han registrado 129.464 damnificados, según las últimas cifras de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA), del 7 de noviembre.
Uno de los mayores temores, no obstante, es un repunte de malaria, pues esta enfermedad es transmitida por mosquitos que frecuentan aguas estancadas. “Estamos repartiendo mosquiteras entre la población, pero ya sabes, a los niños les gusta estar fuera, en la calle, así que esperamos que el número de casos se incremente”, advierte Jacob Maikere, coordinador médico de Médicos Sin Fronteras en Chad.
También se espera la irrupción de otras enfermedades de transmisión hídrica, como diarreas y el temido cólera. “Estamos esperando al cólera por la simple razón de que hay mucha gente que no tiene acceso a agua potable y está bebiendo del río, que es también donde van para defecar”, advierte Maikere. Y esto sería un problema porque ni siquiera hay vacunas para proteger a los niños ante una eventualidad así. Otros países que están sufriendo brotes actualmente, como Siria y Haití, están encontrando dificultades para obtener las dosis. Chad no será una excepción.
“Soy estudiante de Comunicación, pero ahora no tengo clase a la que ir”, lamenta Djibril, alumno de la Universidad de Yamena, cuyo campus del distrito noveno está sumergido. El chico relata que el agua comenzó a acercarse hasta la misma puerta de su casa, y en cuestión de horas, le llegaba a la cintura. Djibril sacó de casa a sus padres y a su hermano, pero no pudieron llevarse ninguno de sus enseres. Él, que es espabilado, ha adquirido una canoa de madera para hacer algo de dinero. “Intento ganar algo como taxista”, afirma el joven mientras monta a unos clientes en su piragua. A cambio de unas monedas, transporta a los vecinos por las inundadas calles hasta lo que queda de sus casas, como en una Venecia apocalíptica.
Tanto Djibril como Wilfred y los suyos han sido acogidos en uno de los 15 refugios de emergencia desplegados en Yamena, siguiendo las directrices del Plan Nacional de Respuesta que ha puesto en marcha el Gobierno con el apoyo de distintas ONG y agencias de ayuda de las Naciones Unidas, coordinadas por la OCHA. Todas trabajan frenéticamente. “El grupo de WhatsApp no para de sonar. Recibo el primer mensaje a las seis de la mañana. A las dos de la madrugada todavía hay actividad”, afirma Donaig Le Du, directora de Comunicación de Unicef en Chad, durante una visita al asentamiento de Toukra. Esta agencia de la ONU está volcándose en la dotación de refugio, escuelas, acceso a agua y saneamiento, centros de atención nutricional a la infancia y actividades de promoción de la salud a los damnificados.
Con 17.340 ciudadanos registrados, Toukra se ha convertido en una ciudad en apenas dos semanas. “Esta es la prueba de la resiliencia de los chadianos”, admira Le Du. En un terreno baldío ahora se despliegan miles de carpas, bancas con el logo de Acnur, la Agencia de la ONU para los refugiados, dos almacenes del Programa Mundial de Alimentos, un colegio con 12 aulas, un centro de atención a mujeres embarazadas y madres recientes, una guardería… En tiempo récord se han construido 84 letrinas y cuatro puntos de agua potable, y se sigue trabajando a destajo porque no deja de llegar gente a pesar de que la cuota está completa.
De hecho, entre las tiendas de campaña se han instalado cientos de damnificados que no han obtenido alojamiento y se han apañado un techo con palos, ramas, plásticos, sábanas, mantas y esteras. “Cuando llegas, te registran y te entregan una cartilla con la que tienes derecho a recibir alimentos y otros enseres básicos, pero todavía no se ha llegado a todo el mundo”, explica Dangde Mbaiondoum Honoré, coordinador de Je respecte ma ville (Yo respeto mi ciudad), una ONG local que trabaja allí. De las 2.800 familias que hay en Toukra, se han entregado 2.200 cartillas. Los demás aún están a la espera. Esto les ocurre a Hadida y Fátima, que preguntan insistentemente cuándo obtendrán algo de comer para ellas y sus hijos. 18 retoños suman entre las dos. Demanda ayuda también otra anciana, que no dice su nombre, pero pide obstinadamente un cubo. Nadie sabe decirle si lo tendrá, ni cuándo. “¡Pero la ayuda llegará, está llegando!”, anima Honoré.
Cada año, África occidental sufre inundaciones de distinta consideración durante la estación de lluvias, entre junio y septiembre. Este año, el fenómeno meteorológico La niña ha provocado lluvias por encima de la media, causando importantes inundaciones en países fronterizos con Chad como Nigeria, con 600 muertos y 2,5 millones de desplazados. Fenómenos tan extremos como estos, vinculados a los embates del cambio climático, son ejemplos por los que las naciones menos desarrolladas del mundo están presionando para que se cree un fondo de compensación global ante desastres climáticos. Este debate se está produciendo de manera oficial en la Cumbre del Clima de este año, la COP 27, que se celebra estos días en Egipto.
A la vez, la región del Sahel ha soportado su peor sequía en 40 años. En toda la región, a mediados de octubre, las inundaciones habían afectado a cinco millones de personas y a un millón de hectáreas de cultivo. En esta región, 43 millones de africanos ya se enfrentaban al hambre durante la temporada de escasez de junio a agosto, según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA). Solo en Chad, 1,1 millones de personas están necesitadas de ayuda humanitaria urgente porque no tienen qué comer.
Yamena, aunque es capital de país, no posee infraestructuras para soportar un fenómeno así. No todos los barrios poseen alcantarillado, y los que hay, se sobrecargaron rápidamente. La ausencia de planificación urbana ha propiciado que una población en rápido crecimiento se haya instalado en zonas inundables donde antes había humedales que servían de barrera natural. Por otra parte, el suelo, muy degradado por las sequías anteriores, no filtra.
Con la llegada del mes de noviembre, el nivel del agua parece haberse estabilizado y se espera que empiece a descender en las próximas semanas. Pero de momento esta no fluye hacia ninguna parte y la situación sigue siendo crítica, pues varias zonas de la capital continúan enfrentándose al riesgo de inundaciones.
La ayuda humanitaria, mientras, tarda en llegar. De momento se han recibido 20 millones de euros, que representa el 28,6% de los fondos requeridos por el Gobierno. Además, las autoridades chadianas han solicitado al Banco Mundial la movilización de cinco millones de euros.
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