Póngase a salvo. Hágase un nombre. Vuélvase eterno.
Estos son los tres impulsores detrás de mucho de aquello que los humanos hacemos, según la historia que la Biblia hebrea cuenta acerca del desarrollo de la civilización humana. Son los que, en tanto especie, hemos tratado como nuestro telos, nuestro propósito.
No son aquello para lo que Dios nos ha hecho. Pero lo complicado es que tampoco son absolutamente ajenos. Aquí está lo que Dios dijo acerca de nuestro propósito, cuando nos hizo por primera vez:
Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Que tenga dominio sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes y sobre todos los animales que se arrastran por el suelo.
Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios; hombre y mujer los creó.Y Dios los bendijo con estas palabras: “Sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar y a las aves del cielo, y a todos los animales que se arrastran por el suelo”. (Gn 1:26-28)
De algún modo, el proyecto humano descarrila con la Caída, cuando Adán y Eva procuran establecer una justicia independiente, “ejerciendo el dominio” en el sentido de erigirse en jueces antes de ser elevados cuando se cumpla el tiempo para el consejo divino, juzgando en sus propios términos. Esta autonomía judicial solo es el primer ejemplo de humanos tomando su buena tarea humana, el mandato de la creación, e intentando llevarla a cabo sin referencia al Dios que les señaló esa tarea.
La historia de construir civilización bajo las condiciones de la Caída es una historia de tecnología; lenguaje y política arrancados del orden a cuyo servicio debían estar y empleados para servir una gloria alcanzada y no la gloria que es dada. Este patrón surge con rapidez después de que nace la segunda generación de humanos.
Después de estar exiliado de la presencia del Señor por el asesinato de su hermano, Caín tiene un hijo, Enoc, y funda una ciudad con el nombre de este. La ciudad es un sistema hecho por el hombre donde él habita, un mundo en el que vive no como un rey que es el ícono viviente de Dios, sino como un rey que no reconoce otra autoridad. La ciudad que fundó Caín, tal como sostiene Jacques Ellul en The Meaning of the City (1951), es un acto de piratería, un intento por atar la creación a su voluntad rebelde e inaugurar un mundo propio en oposición al Edén de Dios. Al poner nombre a su hijo y a la ciudad, Caín intenta asegurar un legado para sí ante la muerte y el juicio divino. Sus descendientes son responsables de la primera gran innovación tecnológica registrada en la Biblia: la invención de instrumentos musicales y herramientas de metal.
Después del diluvio, la ciudad resurge en Génesis 10 con la presencia del gran guerrero y constructor de imperios, Nimrod, un descendiente de Cam, el hijo rebelde de Noé. Nimrod fue el precursor de la visión mesopotámica de la monarquía. Aunque los actos de Nimrod registrados en la Biblia tienen que ver con la fundación de ciudades, su reputación es la de un cazador, tan grande que se hace referencia a él como un “valiente cazador ante el Señor” (Gn 10:9). Las asociaciones entre la caza y la monarquía son antiguas, interculturales y persistentes. El cazador encarna el dominio incrementado de Noé después del diluvio, y el rey representa su extensión hacia el poder de la muerte y la conquista sobre sus semejantes. Una vez más: Dios ha dado a Noé el derecho a cazar, a comer carne. Sin embargo, Nimrod toma ese don y lo transforma en algo que deja a Dios fuera de la ecuación.
La civilización que Nimrod acaba construyendo es el emblema de las sociedades estado militarizadas del tercer milenio a. C.. La fortaleza y la habilidad con las armas podían ser perfeccionadas, probadas y demostradas a través de la caza. Las bandas de cazadores podían transformarse en jerarquías militares e, incluso cuando los reyes ya no condujeran a sus hombres a la batalla, la devoción de un rey por la caza constituía una metáfora vital para el significado de la realeza. La importancia otorgada a las proezas de caza de Nimrod podrían sugerir que el sometimiento era un aspecto central de su reinado. Las connotaciones de “ante el Señor” son debatidas por los estudiosos, pero el entorno contextual parece favorecer las negativas. Nimrod, cuyo nombre parece jugar con la raíz hebrea de “rebelde”, recuerda a los nefilim y a los “gigantes” que provienen de ellos (Gn 6:4), volviéndose, en su poder, como un dios entre los hombres.
Entre las grandes acciones de Nimrod se encuentra la fundación de Babel, o Babilonia. Además de las similitudes entre los orígenes del imperio de Nimrod y la descripción de los orígenes de la esclavitud de Israel en Egipto (Ex 1:8-14), la consideración de la naturaleza de empresas así sugeriría que las grandes ambiciones de Nimrod en lo que respecta a la construcción de ciudades debe de haber recaído sobre los hombros de muchísimos esclavos.
Los atentos lectores del relato en Génesis 11, sin embargo, podrían notar que los constructores de Babel no comenzaron con un plan para construir una ciudad y una torre, sino con el descubrimiento de una técnica para cocer ladrillos. La determinación para construir la ciudad y la torre aparentemente surge, al menos en parte, de una humanidad embriagada con un nuevo potencial tecnológico. Al igual que con Caín, los constructores están motivados por una preocupación de asegurar su legado a través del prestigio alcanzado. Su ambición tiene un impulso horizontal y vertical: construir una ciudad que reúna la humanidad bajo la influencia de Nimrod y una torre inmensa que represente la grandeza divina de su nombre.
El Proyecto de Babel es frustrado por el Señor, pero no sin admisión del genuino peligro que la ciudad y la torre representan: “Esto es solo el comienzo de sus obras y todo lo que ellos se propongan lo podrán lograr” (Gn 11:6).
Este juicio acerca de los constructores de Babel, aquellos cuyos corazones se dieron vuelta hacia atrás, evoca el juicio del Señor acerca del hombre en Génesis 3:22-24. Allí, el hecho de que las personas hayan adquirido prematuramente el conocimiento del bien y del mal por sí mismos, volviéndose como uno de los dioses, pero más solitarios, un consejo divino solo para ellos, condujo a que el Señor expulsara a Adán y a Eva del Paraíso. El conocimiento del bien y del mal, la sabiduría asociada con la ley y la autoridad judicial, obtenidos de un modo tan rebelde, ponen de manifiesto las aspiraciones humanas de autonomía y de poder disfrutar del rol de Dios en nuestro propio mundo. De hecho, el Señor concede que los seres humanos alcancen algo de su propósito cuando declara que el hombre “ha llegado a ser como uno de nosotros” (Gn 3:22), como uno de los gobernantes celestiales. Para frustrar esta ambición rebelde plenamente, el Señor separa al hombre y a la mujer del Árbol de la Vida y su promesa de inmortalidad.
Sin embargo, la búsqueda soberbia de autonomía de la humanidad no cesa, y con las innovaciones en tecnología, como lo demuestra Babel, solo encuentra impulso para aspirar a mayores alturas. En la ciudad de Babel, vemos la rebelión de nuestros primeros padres al alcanzar su madurez en el jardín, el “comienzo” de una nueva fase.
Una lectura ingenua del Génesis podría dar la impresión de que la confusión de lenguajes en Babel está motivada por la preocupación del Señor con respecto a una amenaza a su propio trono. Sin embargo, la amenaza es, ante todo, a los seres humanos.
La frustración del Señor ante el proyecto de Babel proporciona el contexto para el relato del llamamiento de Abraham y la garantía del Señor de que hará famoso su nombre (Gn 12:1-3). Y que, por lo tanto, Abraham no necesitaría llevar adelante uno de los proyectos “para hacer famoso mi nombre” propios del Antiguo Oriente Próximo. En la historia del descendiente de Abraham, Jacob, tenemos el recuerdo de la historia de Babel en una escalera que intenta alcanzar el cielo y el juego de palabras de Babel (“puerta de Dios”) en la asombrada respuesta del patriarca: “¡Es nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo!” (Gn 28:17).
A finales del siglo VII a. C., la alternativa abrahámica a Babel, parecía haber fracasado, pues los exiliados judíos fueron una vez más hechos prisioneros y llevados a Babilonia. La historia de Daniel comienza con este regreso trágico de la descendencia de Abraham a su tierra natal. Sin embargo, el lector atento del Libro de Daniel podrá notar que hay temas familiares que lo impregnan, variaciones de la antigua historia de Babel.
El Libro de Daniel trata de los herederos lejanos de los constructores de Babel, de reyes con ambiciones de divinidad, de intentos de poner a todos los pueblos bajo un único poder humano, de la frustración del idioma y la interpretación y de la caída de grandes torres. A lo largo de tres capítulos sucesivos, el libro describe tres estructuras que se destacan: la gran estatua del sueño de Nabucodonosor (Dn 2), la estatua de oro del propio Nabucodonosor (Dn 3) y el árbol cuya copa se extendía hacia el cielo (Dn 4). Las tres representan el intento del imperio de someter a todas las cosas.
La primera estatua simboliza una sucesión de imperios, comenzando por la cabeza de oro de Babilonia. Esta imagen inmensa, una maravilla de la creación y la ingeniería humanas, sus distintos materiales que representan la amalgama de todos los pueblos a través del poder humano, es derribada y destruida por una piedra divina cortada sin la intervención de mano alguna. Los hechos narrados en el capítulo tres podrían ser interpretados como la respuesta de Nabucodonosor resistente a su sueño, mientras intentaba reunir a todos “los pueblos, naciones e idiomas” a través del culto colectivo a una gigantesca imagen de oro erigida en un llano. Se trata de un intento deliberado por revertir el juicio del Señor sobre Babel, según el cual esos pueblos e idiomas habían sido dispersados. El horno ardiente en el que se fraguaban los leales hebreos fue probablemente empleado para construir la imagen, ilustrativa de los intentos del imperio por fundir los pueblos en expresiones de su soberanía absoluta. En el capítulo cuatro, el árbol cuya copa se extendía hacia el cielo es el propio Nabucodonosor. Su reino reúne a los pueblos bajo su sombra y sus hojas. Una vez más, de un modo que recuerda a Babel, un “santo” desciende y corta el árbol, dispersando a aquellos que habían vivido bajo él. El orgulloso rey Nabucodonosor, que aspiraba al trono de Dios, fue humillado y reducido a un estado bestial. Esto recuerda a Aristóteles: “Aquel que es incapaz de vivir en sociedad o que no tiene necesidad porque es autosuficiente, debe ser una bestia o un dios”. Nabucodonosor, quien rechaza vivir dentro de un sistema político, en hermandad, y buscando fundar un imperio, se niega a ser un hombre y, en lugar de ello, busca ser un dios. Y Dios lo convierte en bestia.
Junto con los recordatorios de la torre de Babel, Daniel es un libro de lenguaje confuso y errores de interpretación. En el capítulo dos, ninguno de los hombres sabios del rey puede contarle su sueño ni interpretarlo, y se equivocan una vez más en el capítulo cuatro. La caída del rey Belsasar y de Babilonia es presagiada por la misteriosa escritura en la pared que aparece en el capítulo cinco. Además de ser un objeto de interpretación, el lenguaje es también un medio de la acción y la ley humanas. Al igual que el Señor, intentamos construir nuestro mundo por el poder de nuestra palabra. Sin embargo, acudir al lenguaje más universal de la música para reunir a todos los pueblos falla en el capítulo tres, y tanto Nabucodonosor como Darío se hallan entrampados en sus propias palabras.
Babel ilustra las ambiciones asistidas por la tecnología de aquellos que buscan dominar a otros. Una lectura ingenua del Génesis podría dar la impresión de que el exilio del Edén y la dispersión y confusión de lenguajes de los constructores de Babel están motivados por la preocupación que el Señor tiene con respecto a una amenaza a su propio trono. Sin embargo, la amenaza es, ante todo, a los seres humanos. Las personas construyen dioses peligrosos para otros ―y para sí― y, a medida que progresan más allá del estado infantil del jardín, a medida que los reyes dioses mesopotámicos ascienden al poder, junto con los posteriores vastos imperios de Babilonia y sus sucesores, esta verdad se vuelve cada vez más evidente. Aquellos que buscan usurpar la ley de Dios establecen casas de servidumbre para sus semejantes, pero también pierden el sentido de su propia humanidad.
Daniel nos presenta un aspecto ulterior de esto cuando la palabra a través de la cual el rey intenta controlar su mundo se torna en su contra. En el capítulo seis, los oficiales de Darío usan la palabra del rey, que es ley, para intentar perpetrar un golpe y derrocar a Daniel de quien están celosos. El carácter irrevocable de la ley del rey, que debería representar su soberanía, se vuelve contraproducente para él. Algo similar sucede en el capítulo tres, donde unos oficiales malintencionados se valen de la palabra del rey para promover sus insignificantes rivalidades cortesanas, haciendo que aquel arroje a los hebreos en el horno ardiente. Lo que subvierte el deseo del rey de hacer justicia es que “conforme a la ley de los medos y los persas, [ese decreto] no podrá ser revocado” (Dn 6:8).
La capacidad de la palabra para volverse contra su supuesto amo es una advertencia bíblica contra los peligros de la ambición arrogante de la humanidad para obtener un dominio autónomo. A diferencia de la Palabra divina, que siempre está con el Padre y en la que el Padre siempre habita, las “palabras” por medio de las cuales las personas desean moldear y controlar sus mundos pueden escapar y traicionarlas. Desde una perspectiva bíblica, el papel de las estructuras legales y tecnológicas en los sistemas rebeldes que las personas inventan ―parodias del mandato de la creación― deberían servirnos de advertencia: las palabras y las obras de las criaturas que buscan una autonomía rebelde tienen sus propias tendencias hacia la autonomía y pueden apresar a aquellos que se creían sus amos. Construye un ídolo ―político o tecnológico― y se volverá contra ti. La anulación del Señor de las ambiciones humanas por medio de la muerte, la resistencia de la creación, la confusión del lenguaje, la dispersión de la humanidad y otros medios son modos en los que él nos salva de aquellos que buscan ser, o crear, dioses.
¿Dónde nos deja eso? ¿Qué podemos aprender de los proyectos de estos reyes dioses?
Es fácil dejarnos convencer por la ilusión de que cosas como el auto, la internet o nuestros sistemas económicos son generalmente criaturas creadas por el hombre, bajo el control humano. Sin embargo, no hay que reflexionar demasiado para darse cuenta de hasta qué grado dichas tecnologías, técnicas, procesos y entidades tienen lógicas autónomas propias, lógicas que pueden ejercer una influencia parecida a la de Dios sobre sus antiguos creadores. Como observa Jesús, las riquezas son algo a lo que las personas sirven. No se necesita una superinteligencia artificial autoconsciente para ejercer dominio sobre los mundos y el corazón de las personas tan fuertemente como lo hicieron los antiguos dioses de los paganos.
Cuanto más imaginen aquellos que están llevando adelante la versión rebelde del mandato de la creación que están extendiendo sus poderes, más podrán caer bajo el yugo de sus creaciones.
Solemos referirnos a la totalidad de nuestros ámbitos de interacción y cohabitación humanas de modos que destacan su carácter humano; sin embargo, esas formas de hablar pueden cegarnos al mismo grado que nuestras ambiciones babélicas han elaborado sistemas tecnológicos impersonales dentro de los cuales todos nosotros, incluso aquellos que supuestamente ejercen poder, estamos cautivos y de los cuales somos subordinados. Al igual que Nabucodonosor, nuestra humanidad, orgullosa de sus habilidades tecnológicas, se va corrompiendo a medida que la tecnología habilita a nuestras pasiones a dominarnos. Al intentar ejercitar nuestras buenas capacidades humanas de maneras ilícitas para obtener un poder divino, perdemos no solo el poder divino que creíamos tener, sino incluso nuestras buenas capacidades humanas.
Babel, donde primero vimos el poder de la tecnología al servicio de la búsqueda de la humanidad de una autonomía divina, es un símbolo de la Ciudad del Hombre y su caída apocalíptica. Su antítesis bíblica no es meramente el Jardín, sino la ciudad jardín glorificada de la Nueva Jerusalén. La alternativa a la soberbia y a la rebelión de las visiones tecnológicas de la Ciudad del Hombre no es un rechazo a la tecnología y a la ciudad, sino la obediencia gozosa al único Dios verdadero. Solo Él es capaz de salvarnos de nosotros mismos y los terribles dioses de nuestra creación, y solo Él es capaz de hacer que nuestras obras duren y tengan valor, en otras palabras, darles las mismas características divinas que habíamos buscado alejados de Él.
Traducción de Claudia Amengual.