Siendo aún adolescente me obsesionaba la idea de luchar contra la pobreza extrema, el hambre y la injusticia que azotaron Brasil durante dos décadas de dictadura. Me casé con alguien que compartía esos mismos ideales, y, durante cuarenta años, mi esposa y yo tuvimos la oportunidad de trabajar en diversos contextos sociales: barrios marginales, programas de alimentación, acompañamiento de estudiantes de contextos vulnerables, búsqueda de empleo para personas en situación de calle y programas de desarrollo de barrios degradados. Compenetrados con prácticas que no generaran dependencia, nos preocupamos por empoderar a la gente proponiendo modelos de microemprendimientos y agricultura urbana, ayudando a las familias pobres con el manejo de sus finanzas, poniendo en contacto a personas ricas con personas pobres y brindando oportunidades para que las personas descubran su vocación y transformen su vida.
¿Por qué, entonces, después de toda esa experiencia, desistí de servir a los pobres y combatir la pobreza?
En momentos cruciales en mi vida, ha sido una constante hacer una pausa y preguntarme: ¿Tiene sentido lo que estoy haciendo? ¿Mi corazón y mi trabajo están alineados con la voluntad de Dios o estoy perdiendo de vista lo más importante? En más de una ocasión, esto me ha llevado a mudarme y empezar de nuevo justo cuando creía que las cosas iban bien. Y esto implicó que no solo yo sino también mi familia viviéramos situaciones de mucha inseguridad. A lo largo del camino, he visto llegar y marcharse a muchos amigos sinceros. Comienzan entusiasmados con la idea de servir a otros, pero, al poco tiempo, los gana la preocupación por sus problemas personales, dudan de que Dios cuidará de ellos y, finalmente, son presa de desgaste emocional o se marchan. He conocido personas que financian las obras de servicio que Dios nos llama a cumplir; su compromiso es genuino, pero se mantienen a distancia, no se involucran personalmente.
También he visto hasta qué punto la pobreza marca la vida de las personas económicamente pobres y revela su deseo de tener y consumir. Su situación se ve agravada por las mismas cosas que seducen y consumen a los ricos: el individualismo, el egoísmo, la autogratificación y el sentirse propietarios como símil de felicidad. Pobres y ricos por igual están convencidos de que lo que necesitan es algo que el mercado, el gobierno o alguna otra agencia les pueden dar y que su felicidad depende de los bienes que posean, tener el estómago lleno (con pan o croissants, carne o caviar) y un flujo constante de dinero al que consideran el único mediador que todo lo resuelve.
Hay personas bienintencionadas que tienden su mano para incluir a otros en el modo de vida que ellos han conseguido, creyendo que es un acto de misericordia, y a este extender una mano de arriba hacia abajo lo llaman “servicio”. La postura misma de trabajar por los pobres desde un compromiso por “liberarlos” y facilitarles el acceso al consumo está cargada de un sentimiento de superioridad, por lo general no percibido. Darles a otros lo que tengo presupone que lo que yo tengo es lo que ellos necesitan. Esto se ve en la velada arrogancia de las políticas de inclusión empeñadas en que más personas se inserten en el modo de vida de la clase media conocido como “el estilo de vida americano”, sin pensar en las limitaciones de nuestro planeta.
Combatir la pobreza puede ser una causa honorable, pero se pierde de vista lo que verdaderamente importa. El mal que aqueja al mundo no es la pobreza; estoy convencido de que padece una enfermedad más grave: los milmillonarios. El capitalismo es la causa del padecimiento del pueblo yanomami en Brasil, que haya niños congoleños mineros extrayendo minerales raros para la fabricación de celulares y que las mujeres de Bangladesh cosan prendas para las cadenas de moda rápida, al mismo tiempo que favorece la concentración de la riqueza en manos de unos pocos. En Brasil, por ejemplo, seis personas acumulan la misma cantidad de recursos que el cincuenta por ciento de la población del país: los 110 millones de brasileños más pobres.
Jesús les trajo buenas nuevas a los pobres, no a los que trabajan por los pobres desde una situación estable y segura.
En lugar de combatir la extrema pobreza, los cristianos deberíamos estar combatiendo la extrema riqueza. Debemos unir nuestras voces a la de Jesús y decir: “Pero ¡ay de ustedes los ricos!” (Lucas 6:24-25). En lugar de avalar una guerra sin fin contra la pobreza, deberíamos dirigir nuestros ayes a la codicia, que es la causante de la pobreza, el cambio climático y la destrucción del ambiente y de poblaciones enteras.
Me parece importante aclarar que cuando digo que he dejado de combatir la pobreza, no estoy proponiendo una retirada hacia el lado de quienes disfrutan de una vida de riqueza y confort. No quiero ser una de esas personas que viven sin tener contacto con los pobres, los enfermos, los hambrientos, los desnudos, los desagradables, los que huelen mal. No quiero ser parte de quienes no son conscientes del daño que le causan a la creación, quienes creen que a través del dinero obtendrán seguridad y una vida libre de preocupaciones. Pero lo que estas personas rodeadas de riqueza y confort llaman “seguridad”, Jesús lo llama locura (Lucas 12:16-34).
A comienzos de los años noventa, junto con un pequeño grupo de adolescentes salíamos a la calle para ir al encuentro de las personas sin techo. Nuestro lema era “encontrar a Jesús en los más pobres entre los pobres”. Alimentar y vestir a Jesús era lo que nos motivaba: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí” (Mateo 25:40). Pero resultó que, en estos encuentros con un Jesús camuflado, nos vimos reflejados como en un espejo. Nos dimos cuenta de que a menudo recurrimos a la misma manipulación, excusas y mentiras para conseguir lo que queremos que veíamos usar a los pobres en su situación desesperada. Descubrimos que, en un sentido profundo, nosotros éramos ellos. Por fin, nos reconocimos como seres patéticos, pobres y vacíos.
Y aprendimos una dolorosa verdad: Jesús les trajo buenas nuevas a los pobres, no a los que trabajan por los pobres desde una situación estable y segura. No tiene nada para decirles a otros salvadores que compiten con él por el papel de Mesías. Su mensaje es para quienes se reconocen a sí mismos como pobres, desnudos, lastimados, cansados, sobrecargados, necesitados y sin esperanza. Para el resto, tiene poco que ofrecer.
La única manera de permanecer al lado de los pobres es descubrir que también nosotros somos desdichados, vernos reflejados, por mucho que intentemos disimularlo, en el sufrimiento del prójimo que está delante de nuestros ojos. Cuando su dolor refleja el nuestro, cuando reconocemos nuestra propia pobreza y tremenda necesidad de ser sanados y restaurados, entonces Jesús puede ayudarnos. Dios no se manifiesta en nuestra capacidad de sanar, sino en nuestra necesidad de ser sanados.
Encontrarme con los pobres y reconocerme a mí mismo en ellos, en lugar de trabajar por ellos desde una situación de privilegio, también me ayudó a tomar conciencia de la desdicha que se oculta en la vida completamente resuelta de los ricos. Entiendo mejor a este Jesús que habla con los leprosos y con los líderes religiosos, sin hacer distinción. Al identificarse con cada persona sin importar su clase o posición social, pudo ver lo que quizá nadie más vio: el sufrimiento y la pobreza de la condición humana. Al reconocer mi propia pobreza, comienzo a ver con mayor claridad cada situación de sufrimiento y puedo conectar con el dolor interior de cada persona. Entonces, oro pidiendo misericordia, sanación, restauración, libertad y una red afectiva, para mí y para los demás.
De Jesús a Francisco de Asís, de Tomás de Aquino a la Madre Teresa, hemos recibido la enseñanza que la pobreza es una virtud evangélica. En la primera bienaventuranza, Jesús les dice a los pobres que hay gozo en ser pobres porque ellos pueden vivir una vida bajo la guía de Dios: “Dichosos ustedes los pobres, porque el reino de Dios les pertenece.” (Lucas 6:20; Mateo 5:3). Jesús no nos llama a empoderar a los pobres; ¡nos llama a hacernos pobres y desvalidos!
El camino de Jesús es un camino de kenosis, vaciarse o despojarse de sí: “se rebajó voluntariamente” (Filipenses 2:7). Jesús demostró esto en su vida, no solo en su sacrificio final, sino también en su interacción cotidiana con leprosos y mendigos, con jefes de la sinagoga y centuriones. Como escribió Isaías: “gracias a sus heridas fuimos sanados” (Isaías 53:5). Jesús se despojó de su poder hasta el extremo de dar su vida, para así abrirnos la puerta a la resurrección. El poder que Jesús usa para sanarnos no reside en su posibilidad de acceder a un poder universal, sino en hacerse uno de nosotros, experimentando en su vida la fragilidad humana y muriendo en una cruz.
El poder con que los cristianos respondemos ante el sufrimiento que hay a nuestro alrededor no es el poder de nuestras capacidades y recursos, sino un poder que depende de nuestra debilidad (2 Corintios 12:9-10), una debilidad que disimulamos gracias a nuestros bienes y nuestra estabilidad. Quien sirve a otros porque siente que tiene algo que ofrecer, sirve desde una posición de superioridad. Jesús nos llama a ponernos bajo su dirección como seres débiles y dependientes que somos, no confiando en nuestra propia capacidad, sino entregándole a él nuestras heridas y nuestro dolor.
Así pues, me gustaría invitar a tantas personas como sea posible a experimentar este poder que viene de ser menos y no más, que solo se alcanza cuando ya no pensamos en servir a los pobres, sino que reconocemos nuestra propia pobreza. Si aún queda un combate por librar, es el de librarnos de nuestros hábitos de consumo, denunciar la concentración de riqueza y eliminar la fuente de todos nuestros problemas: el amor al dinero y al poder.
Traducción de Nora Redaelli