Cuando el amor venció a las armas, la historia de Sarah Corson


Era medianoche y la jungla estaba tranquila a la luz de la luna. A millas de cualquier ciudad Sarah Corson ciertamente no esperaba visitantes en la remota aldea sudamericana donde pasaba el verano. Sin embargo, mientras estaba de pie en el porche de su casa y se inclinaba para poner una manta sobre su hijo quien estaba dormido, escuchó un golpe repentino. Sobresaltada, vio que un soldado se había deslizado en el barril de agua. Mirando a través del claro, vio a muchos más soldados avanzando a través de las sombras hacia su cabaña.

Ese verano, la organización misionera estadounidense SIFAT (Servants in Faith and Technology) había enviado a Sarah, junto con un equipo de diecisiete jóvenes, a esta aldea boliviana como parte de un proyecto en curso para ayudar a los residentes empobrecidos a desarrollar prácticas agrícolas sostenibles.

Una junta militar se había adherido recientemente a las elecciones nacionales y se habían desatado disturbios en las zonas rurales. La junta sospechaba que los misioneros estadounidenses estaban alentando la resistencia y habían decidido que era hora de eliminarlos de la ecuación.

Sarah estaba aterrorizada esa noche, su corazón latía tan rápido que pensó que sus vasos sanguíneos estallarían. Sabía era responsable de los miembros del equipo dentro de la casa, pero ni siquiera podía avisarles. Estaba paralizada de miedo.

Solo tuvo unos segundos para orar antes de que los soldados la encontraran.

“Dios, si tengo que morir”, oró ella, “cuida de mi familia. Y Dios, por favor quita este miedo. No quiero morir de miedo. Por favor ayúdame a morir confiada en ti”. De repente se dio cuenta de la presencia de Dios. Estaba lista para morir e incluso pensó que a través de la muerte su grupo podría lograr cosas que no habían podido lograr en vida.

Valientemente se acercó al soldado más cercano y pronunció palabras que nunca hubiera pensado decir por sí misma. “Bienvenido, hermano”, gritó. “Entra. No necesitas armas para visitarnos”.

El soldado saltó y dijo: “Yo no. No soy el único. Solo sigo órdenes. Ahí está el comandante, él es el indicado”.

Sarah levantó la voz y repitió: “Todos son bienvenidos. Todos son bienvenidos a nuestra casa”.

El comandante corrió hacia Sarah, empujó la boca de su rifle contra su estómago y la empujó a través de la puerta. Treinta soldados entraron corriendo en la casa y empezaron a sacar todo de los estantes y de los cajones en busca de armas. Estaban convencidos de que Sarah y su equipo tenían motivaciones políticas.

“Nunca soñé que podría asaltar un pueblo, regresar y que ese pueblo me diera la bienvenida como a un hermano”.

Sarah tomó una Biblia en español y buscó el Sermón del Monte. “Enseñamos acerca de Jesucristo”, dijo, “el Hijo de Dios, que vino a este mundo para salvarnos. También nos enseñó una forma mejor que pelear. Nos enseñó el camino del amor. Por Él puedo decirte que, aunque me mates, moriré amándote, porque Dios te ama. Para seguirlo a Él yo también tengo que amarte”.

“¡Eso es humanamente imposible!” exclamó el comandante de las tropas.

“Eso es cierto, señor”, respondió Sarah. “No es humanamente posible, pero con la ayuda de Dios lo es”.

“No lo creo”. Dijo el comandante.

“Puede probarlo señor. Sé que usted vino aquí para matarnos. Así que máteme lentamente si quiere probarlo. Córteme en pedazos poco a poco y verá que no puede hacer que lo odie. Moriré orando por usted, porque Dios lo ama y nosotros también lo amamos”.

Los soldados rodearon a los misioneros y a muchos aldeanos y estaban a punto de sacar a todos en camiones. De repente, el comandante cambió de opinión y ordenó bruscamente a las mujeres que regresaran a sus casas. Le dijo a Sarah que habrían sido violadas en grupo en el campamento de la jungla y que deseaba evitarles eso, pero que si se descubría que los había liberado probablemente pagaría él con su vida.

Los hombres no corrieron con la misma suerte, ellos fueron capturados, cargados en camiones y llevados de su pueblo. Antes de irse, un soldado dijo: “Podría haber peleado con cualquier cantidad de armas que tuvieras, pero hay algo aquí que no puedo entender y no puedo luchar contra eso”.

A medida que se acercaba el domingo, los aldeanos advirtieron a los misioneros que no realizaran el servicio religioso, ya que los militares asumirían que cualquier reunión tenía una agenda política. Sin embargo, el sábado por la noche, Sarah recibió un mensaje inesperado del comandante quien había allanado el pueblo; el comandante quería asistir a la iglesia el domingo y dijo que, si Sarah no venía a recogerlo en su vehículo, él caminaría las diez millas hasta el final y que estaría allí de todos modos.

“He peleado muchas batallas y matado a mucha gente. Pero creo que, si nos conociéramos entre las personas, nuestras armas no serían necesarias”.

La solicitud sonaba sospechosa, así que Sarah decidió que solo aquellos que estaban dispuestos a arriesgar sus vidas debían asistir a la iglesia el domingo. Ella envió un mensaje que decía: “Después de todo, tendremos un servicio, pero no están obligados a venir. De hecho, pueden perder la vida si vienen. Nadie sabe lo que hará este soldado. No vengan cuando suene la campana de la iglesia a menos que estén seguros de que Dios quiere que lo hagan”.

Cuando llegó la mañana del domingo, la iglesia estaba llena. Temblando en sus botas los aldeanos se reunieron. El comandante y su ayudante llegaron completamente armados y se sentaron en la congregación, sus rostros no indicaban si su propósito al venir era amistoso u hostil. Era costumbre que la congregación saludara personalmente a los visitantes con un apretón de manos y un abrazo durante una canción de bienvenida antes del servicio. Aunque Sarah no iba a pedir que hagan el saludo acostumbrado, ella no podía dejar de lado la canción. De todas maneras, la congregación espontáneamente comenzó a saludar a los dos visitantes con apretones de manos y abrazos. El primero en hacerlo dijo, mientras abrazaba al comandante: “Hermano, no nos gusta lo que le has hecho a nuestra aldea, pero esta es la casa de Dios, y Dios te ama, así que eres bienvenido aquí”. Los demás siguieron su ejemplo.

El comandante estaba completamente desconcertado. Se dirigió a la gente diciendo: “Nunca soñé que podría asaltar un pueblo, regresar y que ese pueblo me diera la bienvenida como a un hermano”. Señalando a Sarah, siguió diciendo: “Esa hermana me dijo el jueves por la noche que los cristianos aman a sus enemigos, pero yo no le creí entonces. Me lo ha probado esta mañana. . . Nunca antes creí que hubiera un Dios, pero lo que acabo de sentir es tan fuerte que nunca dudaré de la existencia de Dios mientras viva”.

Dos semanas después, todos los hombres que habían sido encarcelados fueron devueltos al pueblo. Las últimas palabras del comandante a Sarah se quedarían con ella el resto de su vida: “He peleado muchas batallas y matado a mucha gente. No fue nada para mí. Mi trabajo era simplemente exterminarlos. Pero nunca los conocí personalmente. Esta es la primera vez que conozco a mi enemigo cara a cara. Y creo que, si nos conociéramos entre las personas, nuestras armas no serían necesarias”.


De Siendo testigos: Relatos de martirio y discipulado radical. Basado en “Welcoming the Enemy,” de Sarah Corson, Sojourners 12, no. 4 (abril de 1983).


Sarah Corson en Sapecho, Bolivia, 1980

  • Evangelio

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