El día anterior, había tomado la decisión de mantener una rutina de caminatas matinales durante esa semana. Así que en la mañana del martes 11 de septiembre de 2001 me levanté temprano para dar una caminata intensa. Salí a eso de las 7:45 y me dirigí a la senda que está junto a Bronx River Parkway. Era una hermosa mañana y, justo cuando di la vuelta para regresar a casa, una garza azulada parada en un estanque distrajo mi atención. Era de color gris pizarra y sus plumas de vuelo eran suaves, en tanto las plumas en torno al cuello eran largas y parecidas a un penacho. Nunca se percató de mi presencia, pero su majestuosa belleza me dejó fascinada y en paz. Me quedé quieta y observé, sintiéndome feliz, y regresé a casa más tarde de lo previsto, a las 8:55.
Cuando llegué a mi edificio, el portero me dijo que el World Trade Center estaba incendiándose. Corrí escaleras arriba hasta nuestro apartamento en el cuarto piso, encendí la televisión y vi cómo un avión sobresalía del interior de la primera torre. Se veía como un accidente. Un raro accidente.
Nuestro hijo Greg, de treinta y un años, trabajaba para eSpeed, una empresa derivada de Cantor Fitzgerald, en la Torre Norte, pero yo no sabía exactamente dónde. Estaba desesperada por averiguarlo y busqué el teléfono. Más tarde supe que trabajaba en el piso 103, apenas unos pisos más arriba de la zona de impacto del avión secuestrado.
En nuestro contestador automático había un mensaje de Greg en el que decía que había sucedido un “terrible accidente” en el World Trade Center. Él se encontraba “bien” y me pedía que llamara a su esposa, Elizabeth, para transmitirle el mensaje.
Los siguientes mensajes eran de la familia: Orlando, mi esposo; Elizabeth, nuestra nuera; Julia, nuestra hija. Todos preguntaban si sabía algo de Greg. Les transmití su mensaje y agregué la suposición de que habría llamado desde el exterior del edificio. Ninguno me creyó.
Unos momentos después, mientras veía el segundo avión que se estrellaba en la Torre Sur, me di cuenta de que no se trataba de un accidente. Había una intención tras esos ataques.
Mi esposo daba clases en la Universidad de Fordham, en el Bronx, y Elizabeth trabajaba en Midtown Manhattan. Esperaron juntos a que Greg se trasladara hacia esa parte de la ciudad donde estaba la oficina de Elizabeth, con los miles que llenaban las calles. A medida que las horas pasaban, parecía improbable que apareciera, así que, al caer la tarde, Elizabeth decidió quedarse en la ciudad con una amiga.
Al día siguiente, los empleados de Cantor Fitzgerald y sus respectivas familias se reunieron en el gran salón del Hotel Pierre. Había comida; y miembros voluntarios del clero, trabajadores sociales y psicólogos estaban allí para ofrecer su ayuda. Era reconfortante estar en el mismo lugar con otras familias, compañeros de trabajo, sobrevivientes, incluyendo a algunos que conocían a Greg o cuyos familiares lo habían conocido.
Cuando se ubicaba a alguien, la noticia era recibida con alivio y esperanza. Pero al caer la noche asumimos que aquellos de los que no se había tenido noticias no habían sobrevivido. Greg fue uno de los 658 empleados de Cantor Fitzgerald de los que nada se sabía.
Nuestro mayor miedo se hizo realidad, y tomar conciencia de eso hizo que mi cuerpo temblara descontroladamente. Mi mente volaba: ¿Cómo sobreviviríamos a su pérdida? ¿Cómo íbamos a contarles a nuestros tres padres ya mayores? ¿La noticia los mataría? Esa angustia fue un momento determinante en nuestra vida.
Orlando y yo íbamos a darnos cuenta de cuán afortunados éramos. Nos teníamos uno al otro para apoyarnos, y también a nuestra hija, nuestra nuera, familia y amigos. También teníamos algo más. Una comunidad de familias de las víctimas, con algo en común y sin miedo de ir contra el espíritu cargado de venganza.
Mi esposo y yo habíamos adquirido conciencia política durante la adolescencia y nos manteníamos activos. Habíamos participado en las marchas por los derechos civiles y nos habíamos opuesto a la Guerra de Vietnam. Nuestra línea no se modificó después de la muerte de Greg.
Esperábamos que el ataque no hubiera sido perpetrado por musulmanes. Algunos años antes, en 1995, los primeros titulares que cubrieron el ataque con bomba al Edificio Federal Murrah en Oklahoma culparon a los musulmanes. Pero pronto nos enteramos de que el ataque había sido llevado a cabo por Timothy McVeigh, un terrorista rubio, de ojos azules y nacido en el país, con la ayuda de un cómplice, Terry Nichols. Quizá este nuevo ataque fuera algo similar.
Sabíamos que la respuesta de nuestro gobierno a los ataques sería probablemente una represalia militar. Cualquier estado o persona que dañara a nuestra nación enfrentaría nuestra venganza. A medida que surgían los detalles de los ataques, Orlando y yo empezamos a sentir pavor al pensar en lo que esperaba a los ciudadanos inocentes de Afganistán. Esa respuesta no era lo que nuestra cultura espera de las familias de las víctimas. Acabábamos de perder a nuestro hijo Greg, pero no queríamos ser parte de la violencia en represalia justificada por su muerte. Una acción así no nos representaba de ninguna manera.
Cuatro días después de la muerte de Greg, Orlando escribió una carta para enviar a la Casa Blanca:
Estimado Presidente Bush:
Nuestro hijo es una de las víctimas del ataque del martes en el World Trade Center. Leímos acerca de su respuesta en los últimos días y de las resoluciones tomadas por ambas cámaras, que le dan a usted un poder ilimitado para responder a los ataques terroristas. Su respuesta a este ataque no hace que nos sintamos mejor con respecto a la muerte de nuestro hijo. Nos hace sentir peor. Nos hace sentir que nuestro gobierno está usando la memoria de nuestro hijo como justificación para causar sufrimiento a otros hijos y padres en otras tierras. No es la primera vez que una persona en su posición ha recibido poder ilimitado y luego ha debido arrepentirse. No es el momento de gestos vacíos para hacernos sentir mejor. No es el momento de comportarse como matones. Lo exhortamos a pensar acerca de cómo nuestro gobierno puede desarrollar soluciones pacíficas y racionales ante el terrorismo, soluciones que no nos hundan hasta el nivel inhumano de los terroristas.
Atentamente.
Phyllis y Orlando Rodriguez
Enviamos una carta similar a TheNew York Times, que jamás fue publicada. De todos modos, esas cartas circularon ampliamente por internet. No estábamos solos. Otros estaban escribiendo cartas y apareciendo en la radio y en la TV. Pronto nos unimos en una comunidad llamada September Eleventh Families for Peaceful Tomorrows, conformada por familias de víctimas del 11-S, que compartían esa respuesta contracultural oponiéndose a la guerra.
Sin duda, hoy muchos se arrepienten de aquel poder ilimitado que otorgamos a nuestros líderes para iniciar la guerra contra el terrorismo y el sufrimiento que esa decisión causó.
Pero nuestras cartas y peticiones no detuvieron el ataque del 7 de octubre llevado a cabo por Estados Unidos sobre un Afganistán bajo el control de los talibanes. Unos aviones secuestrados se llevaron la vida de mi hijo Greg y 2976 almas aquel funesto día en Nueva York. La guerra que siguió en Afganistán, estos veinte largos años, se ha llevado tantas vidas que solo pueden ser calculadas aproximadamente: más de 170.000 almas humanas incluyendo más de 2.400 miembros del ejército estadounidense y unos 51.000 civiles afganos. Y pocos se atreven a confiar en el cálculo de heridos y desplazados. Sin duda, hoy muchos se arrepienten de aquel poder ilimitado que otorgamos a nuestros líderes para iniciar la guerra contra el terrorismo y el sufrimiento que esa decisión causó.
Unas horas después de los ataques, comenzó la cacería de los perpetradores. El 11 de diciembre de 2001, un gran jurado federal imputó a Zacarias Moussaoui, un ciudadano francés arrestado en agosto por un delito migratorio. Considerado como el infame “vigésimo secuestrador” que no pudo ser parte del ataque, se lo acusó por seis delitos relacionados con los ataques del 11 de septiembre, incluyendo conspiración para destruir aeronaves y asesinar a empleados estadounidenses. El fiscal general John Ashcroft pidió la pena de muerte.
La foto de Zacarias Moussaoui estuvo en todas las portadas de los periódicos del mundo. No solo él fue agraviado; su madre, Aicha el-Wafi, también fue vilipendiada por la prensa y responsabilizada de las acciones de su hijo. Para mí, ella solo era un nombre en el periódico. Hasta el año siguiente.
En noviembre de 2002, Aicha el-Wafi viajó a Estados Unidos desde Francia para visitar a su hijo encarcelado. Acordamos un encuentro junto con otros miembros de Peaceful Tomorrows. También estuvo presente Bud Welch, quien había perdido a su hija en el atentado de Oklahoma y ya se había encontrado con el padre de Timothy McVeigh.
Cuando Aicha llegó se la veía inquieta. Me acerqué y abrí los brazos. Nos abrazamos y lloramos, y luego los restantes miembros del grupo, uno a uno, la saludaron. No hablaba inglés y ninguno de nosotros hablaba francés, pero logramos comunicarnos, de ser humano a ser humano.
Luego nos sentamos en torno a una mesa de reuniones y Aicha comenzó a contar su historia con la ayuda de un intérprete. Dijo que no sabía si su hijo era culpable o inocente, pero deseaba expresar su pena ante nuestras pérdidas. Nos contó de su vida en Marruecos y en Francia, y de las dificultades para criar a sus cuatro hijos de los cuales Zacarias era el menor. Nos mostró un álbum de fotos en las que se lo veía de niño, adolescente y adulto joven.
Después llegó nuestro turno. Le hablamos de los familiares que habíamos perdido en el ataque. Nos disculpamos porque nuestra nación civilizada aún permitía la pena de muerte. Almorzamos juntos. Aicha y yo sentimos una conexión inmediata. Éramos las únicas madres en el grupo. Las dos sufríamos por causa de nuestros hijos. Los ataques habían distorsionado la vida de ambas.
A menudo las personas me preguntan si he perdonado a los secuestradores. No los perdono por lo que hicieron, pero quisiera saber qué los motivó a ser parte de Al Qaeda. Creo que comprender es el primer paso hacia el perdón. Debemos reconocer nuestra humanidad común y el hecho de que, dadas circunstancias diferentes, podríamos haber actuado como lo hicieron los otros. Debemos intentar comprender las motivaciones de los otros en lugar de promover un excepcionalismo estadounidense que nos aleja del resto de la comunidad mundial.
Peaceful Tomorrows cree, junto con Martin Luther King Jr., que “las guerras son cinceles pobres para labrar mañanas pacíficos”. No hay camino hacia delante a menos que enfrentemos las consecuencias desagradables de nuestras políticas fallidas y nos opongamos a ellas.
Han pasado más de veinte años desde aquella mañana en que salí para dar mi caminata en lo que se volvería un día de sufrimiento y muerte. Aún veo aquella imagen de un avión que sobresalía de la Torre Norte del World Trade Center. También veo una garza azulada que no huyó volando, sino que permaneció tranquilamente junto a la Bronx River Parkway. Los recuerdo a ambos, y de ese recuerdo obtengo esperanza para un mañana más pacífico.
Traducción de Claudia Amengual. La historia de Phyllis y Orlando Rodriguez’s se recuenta en el documental In Our Son’s Name, producido por Gayla Jamison.