Categorías: Cultura cristiana

El hogar que llevas contigo por Stephanie Saldaña


Vivo en Belén, junto a una iglesia, a apenas diez minutos a pie del lugar donde nació Jesús. Nuestra iglesia está construida con piedra de Belén, de un rosa suave que atrapa la luz en la mañana y en la tarde. Se alza en la ladera de una colina, con una gran vista que se extiende hacia las colinas que miran en dirección a Jerusalén. En la mañana, cuando me despierto para para preparar a los niños para ir a la escuela, miramos por la ventana y contemplamos el sol naciente. Allí, en la distancia, está el lugar donde dicen que Rut espigaba los campos. Es en ese lugar donde los pastores vieron ángeles cantar. Si rodeo la casa y marcho camino arriba, llego a la calle llamada Estrella, donde dicen que los tres reyes siguieron la luz que los guio al pesebre.

Vivo junto a la iglesia, porque mi esposo es el párroco de la Iglesia católica siria de San José, una pequeña comunidad de cristianos locales. Somos apenas unas veinticinco familias en Belén, y la misa se dice en árabe y en arameo. En un domingo con buena asistencia, es posible que unas quince personas ocupen los bancos. Si la asistencia es sorprendente, puede que veinticinco se lleguen hasta ahí. Hay tantos diáconos, subdiáconos y niños vestidos de blanco para prestar servicio, que a menudo hay más personas alrededor del altar que en los bancos. La pequeñez me ha enseñado que no importa realmente si una persona o veinticinco asisten a misa, porque el pan es partido y compartido de cualquier manera. Hay una lógica de los evangelios que no es nuestra, una referida a los granos de mostaza y la levadura, que lleva tiempo para compenetrarse con ella y comprenderla.

La iglesia de Deir Maryam Al-Adrah en Irak se convirtió en hogar, escuela y lavandería para familias refugiados. Todas la fotografías de Cécile Massie. Usadas con permiso.

Fui criada en el seno de la Iglesia católica romana, y la Iglesia siria es nueva para mí, algo a lo que me estoy adaptando. Igual que a ser la esposa de un sacerdote católico. Es a la vez un privilegio y, sencillamente, la vida misma: tazas de café y galletas luego de la misa, la primera comunión de mi hija, el aroma del incienso en nuestra ropa después de una mañana de domingo. Durante la ordenación de mi esposo, mi hija se sentó en mi regazo y comenzó a tironear de mi cuello:

“¡Mami, mami!”, susurró. “¡Tengo un diente flojo!”

“Mi amor, tu papa se está convirtiendo en sacerdote justo ahora”, respondí también en un susurro.

Asió mi cuello con más fuerza y elevó un poco la voz. “¡Pero esto es más importante!”, insistió.

Había algo honesto en su respuesta. Ordenaciones y dientes flojos; Dios estaba en todo eso.

Después de que mi esposo fue ordenado, la primera cosa que hicimos fue enseñar a los niños cómo recitar el Padrenuestro en arameo, para que pudieran saber que son parte de ese momento supremo, cuando los fieles de la iglesia aún oran juntos durante la misa en la lengua de Jesús. Mi hija de ocho años puede cantarlo en voz alta, y en nuestras voces nos sentimos partícipes de una cadena histórica. Me he acostumbrado a que me llamen khouriye, no solo los parroquianos, sino cualquiera que profese cualquier fe en Belén. Khouriye es el título que se le da en árabe a la esposa de un sacerdote, de hecho, es solo la voz femenina de khoury, que significa sacerdote. Siempre me conmueve el cariño y el afecto que la gente demuestra al decirlo. Jamás lo hubiera esperado, me refiero al modo en que me conmueve ser llamada de esa forma.

En Nochebuena, mientras se celebra la gran misa en la iglesia de la Natividad en la plaza del Pesebre, a la que asisten cientos de personas y que es televisada a todo el mundo, nosotros celebramos nuestra pequeña misa en la iglesia católica siria de San José. Encendemos una hoguera en el patio y giramos en torno a ella, dándole la bienvenida a la luz del mundo que penetra en las tinieblas.

El Viernes Santo, cuando la multitud camina a través de las calles de Jerusalén recorriendo el camino de la cruz, muchos de nuestra congregación no tienen autorización para cruzar el puesto de control. Hacemos una pequeña procesión en el patio en Belén, y Jesús es descendido de la cruz, colocado en un ataúd, llevado en procesión alrededor del patio y enterrado bajo el altar. Hacemos una fila y colocamos flores en la tumba. Ahora me doy cuenta de la importancia de sentir la piedra contra mis manos.

Tres días después, el domingo de Pascua, Cristo resucita.

Cuando los visitantes asisten por primera vez a nuestra misa en Belén y escuchan las oraciones en siríaco, a menudo asumen que la comunidad siempre ha estado allí. Sin embargo, los miembros de nuestra iglesia son descendientes de católicos sirios, provenientes de lo que hoy es Turquía, de las áreas en torno a Mardin y Tur Abdin, quienes fueron obligados a huir durante el genocidio de 1915, que ellos llaman Seyfo y que también devastó a la comunidad armenia y a otros cristianos de esa región. Miles de cristianos hablantes de siríaco escaparon y formaron comunidades de la diáspora en Alepo, Beirut, Jerusalén y Belén. En la década de los veinte, en Belén, después de orar juntos en las cuevas que están bajo la iglesia de la Natividad, se hizo evidente que todas esas personas necesitaban su propio lugar para orar. Y así construyeron una iglesia, con la piedra pálida de Belén, una inscripción en caligrafía árabe sobre la entrada y la imagen de Santa Teresa que corre hacia Jesús tallada en el altar. Los cristianos ortodoxos siríacos, que habían escapado del genocidio con ellos, oraban en su propia iglesia a diez minutos de distancia, cerca de los escalones del mercado de frutas y verduras. Unidas por la historia y la tragedia, la liturgia, la comprensión y la lengua del pasado, las dos comunidades permanecieron cercanas. Aunque, para ser honesta, no son solo estas dos comunidades. Belén realmente es una pequeña ciudad y todo el mundo está cerca.

El monasterio se dividió con telas para crear un lugar privado para cinco familias.

Han pasado más de cien años desde que esas familias llegaron. Hace mucho que los miembros de nuestra iglesia dejaron de hablar siríaco como lengua cotidiana, y cuando hoy la leen, es en oraciones transliteradas a caracteres arábigos. Muchos otros integrantes de la iglesia se marcharon o fueron obligados a irse de Belén y de Jerusalén en la víspera de las guerras de 1948 y 1967, y solo unas pocas familias permanecieron para orar en la gran iglesia de piedra. Sin embargo, todavía van a esa iglesia en la colina, una iglesia que los liga a sus padres, abuelos y bisabuelos, una iglesia que importa profundamente, de modos que no intento nombrar ni comprender, pero en los que he aprendido a confiar.

Hace unos meses, asistí a una misa en una mañana de domingo, en Sídney, Australia. Si no recuerdo el nombre de la iglesia donde oramos es porque no tiene importancia; la iglesia había sido arrendada solo por una tarde de domingo. Allí me reuní con mi amiga Hana y su familia, entre cientos de católicos sirios que habían huido de Qaraqosh, Irak, en 2014 durante la invasión del Estado Islámico ―o ISIS, como se le llama― que forzó a huir a casi una ciudad entera. En tanto la mayoría de los residentes de la ciudad se distribuyeron alrededor del mundo, miles encontraron una vía de escape hacia Jordania y desde allí solicitaron una visa para ser reubicados en Australia, esperando y orando en iglesias prestadas. Aún hablaban un dialecto del arameo, o siríaco, como lengua nativa, como su lengua de hacer las compras, cuidar el jardín y enamorarse, y habían llevado esa lengua con ellos cuando se instalaron en Australia. Unas ochocientas familias se reubicaron en Sídney y un número similar, en Melbourne.

Ya antes escribí sobre Qaraqosh, sobre cuán impactante fue ver un mundo entero desarraigado. Vi cómo se marchaban músicos y maestros, madres, padres y abuelos, parte de una historia en la que aproximadamente un 80 % de los cristianos de Irak había huido del país desde 2003. Al igual que otros, escribí que los cristianos están desapareciendo de Medio Oriente.

Sin embargo, esa mañana de domingo en Sídney, había tantos cristianos apiñados en esa misa católica siria, que la gente permanecía de pie al fondo. Aquello era mucho más grande que las veinticinco familias de nuestra pequeña iglesia en Belén.

El sacerdote era de Qaraqosh. Los fieles eran de Qaraqosh. Unos jovencitos se adelantaron para decir la oración de los fieles en inglés con un perfecto acento australiano.

Los cristianos del Medio Oriente no estaban desapareciendo. Estaban moviéndose, recomenzando, permaneciendo unidos al pasado. Noté la violencia de un vocabulario que sugería que, desde el momento en que se habían marchado, ya no existían más. La comunidad católica siria de Qaraqosh no contaba aún con una iglesia física en Sídney y, por ese motivo, arrendaron una iglesia a los católicos romanos y hacia allí se dirigieron desde todos los rincones de su nueva ciudad, reuniéndose, como siempre lo habían hecho, para orar, hablar en arameo entre ellos y tomar café. 

La iglesia era su hogar más profundo. La iglesia era el hogar que uno llevaba consigo, el hogar que nadie podía robar, el cuerpo, reunificado una vez más.

Ese mismo día, mientras oraba con los católicos sirios en una iglesia arrendada en Sídney, otra ceremonia estaba teniendo lugar al otro lado del mundo. En Mosul, Irak, la iglesia de Mar Touma, vandalizada por ISIS durante su ocupación de la ciudad, estaba siendo inaugurada después de años de restauración. Analicé las fotografías en el diario, las fotografías de las paredes de piedra, los candelabros, los íconos iluminados. Sabía que significaba algo tener esa iglesia aún de pie en Mosul, a pesar de que muy pocos cristianos permanecían en la ciudad.

Aun así, no podía evitar preguntarme qué significaba que ochocientas familias no tuvieran una iglesia en Sídney, y que una iglesia en Mosul debiera ser restaurada, aunque casi no hubiera cristianos para orar en ella. Al final me di cuenta de que estaba mal comparar una cosa con la otra, porque ambas eran ciertas, ambas estaban íntimamente unidas, ambas eran la misma iglesia y ambas eran esenciales. Se necesitan mutuamente. Yo era quien las estaba separando. No, la iglesia en Belén con sus quince personas, la iglesia en Mosul a la que le quedaban muy pocas personas y la iglesia arrendada en Sídney con cientos de personas son la misma iglesia. Ninguna más ni menos importante, ninguna más ni menos viva que las otras. Me está tomando tiempo entenderlo.

Cuando se me pidió que hablara sobre el tema de la reconstrucción de las iglesias, inmediatamente pensé en la historia de San Francisco de Asís, quien, como es sabido, oyó que Jesús le hablaba desde la cruz en San Damiano y le decía: “Reconstruye mi iglesia”. San Francisco se puso en marcha para reparar la estructura física de la iglesia, hasta que, finalmente, comprendió que eso no es lo que significa “iglesia”.

Una iglesia es exiliada y encuentra su camino a Belén. Una iglesia es exiliada y encuentra su camino a Australia.

Una iglesia, en su manifestación más profunda, jamás puede ser verdaderamente exiliada. Siempre existe. De algún modo, al perder la estructura física de la iglesia, descubrimos de qué iglesia se trata realmente. Recordamos.

Cada mañana me despierto con las campanadas de la iglesia. A veces, después de enviar a los niños a la escuela, subo las escaleras y me siento en la iglesia, solo para estar en silencio, a solas, y puedo sentirme centrada y arraigada en aquellos que oraron allí antes. Esa sensación, de estar unida en oración a través del tiempo, eso también es la iglesia. Es conexión. Es memoria. Es la totalidad frente al todo.

Cuando lo recuerdo, intento arraigarme en todos los miembros de la Iglesia siria, dispersos por el mundo, con la conciencia de que somos una comunidad. Jamás hubiera podido imaginar que un día pertenecería a una iglesia muchos de cuyos fieles se convertirían en refugiados. No esperé que algunos miembros de mi comunidad fueran secuestrados durante la guerra. No esperé que algunos de los sacerdotes de mi iglesia pudieran desaparecer en medio de la violencia y que jamás fueran encontrados. No esperé estar día a día cerca de tanto sufrimiento; no esperé pensar en aquellos que permanecen en Irak, aquellos que permanecen en Siria, aquellos que sufren por la crisis económica en el Líbano, aquellos que oran conmigo en Belén a pesar de la ocupación, aquellos que esperan sus visas en Jordania, aquellos que luchan por comenzar una nueva vida luego de haber sido reubicados en todo el mundo.

Después de quedarse en el monasterio por tres años, cristianos de Qaraqosh prenden velas.

Somos un solo cuerpo y los desafíos que vivimos no son, en muchos sentidos, especiales, sino compartidos por personas de distintos credos en el Medio Oriente, en una tragedia colectiva de la que pocos se salvan, en la cual muchos han perdido la vida y muchos millones más se han convertido en refugiados. He aprendido que debemos encontrar el camino para reconocer el sufrimiento particular en nuestras comunidades a la vez que no permitimos que nos separe de las comunidades más amplias en las que vivimos. La iglesia siempre debería ser la puerta hacia una pertenencia más grande, esa de la humanidad en la que todos sufrimos y luchamos juntos, y en la que todos buscamos dar testimonio y aliviar unos a otros las heridas. La iglesia no debería separarnos. La iglesia debería ayudarnos, siempre, a ingresar. Eso es lo que mis prójimos, en su bondad, me han enseñado.

“Escribe sobre cuán difícil es para la generación de los mayores aprender inglés en Australia”, me dijo allí un católico sirio.

“Escribe sobre cómo teníamos una casa en Qaraqosh, y cómo jamás podremos costearnos una en Australia”, agregó.

“O sobre cómo yo era una maestra cuando vivíamos en nuestro hogar, cómo tenía un empleo que me daba dignidad y respeto”, agregó una mujer. “Y ahora solo tengo un empleo sencillo”.

“Escribe sobre cómo hicimos esto por nuestros hijos”.

“Sobre cómo ahora estamos separados de nuestros padres y hermanos, dispersos por todo el mundo”.

Dije que escribiría algo de eso.

Después de haber terminado de escribir este artículo, el horror hizo que debiera regresar a él. El 26 de setiembre me desperté y vi que mi teléfono estaba lleno de mensajes. Un incendio se había desatado en un salón de bodas en Qaraqosh, más de cien personas habían muerto y otros cientos de personas estaban heridas. Para una ciudad tan pequeña, fue una tragedia inimaginable. Todos conocían a alguien en ese incendio. Para nuestra Iglesia católica siria en Belén, significó una pérdida devastadora en la familia.

Una novia y un novio bailando abrazados. Un techo que toma fuego. El novio que levanta la vista, como si fuera un sueño. Un mundo que se desploma.

Casi todas las personas que asistieron a aquella boda habían escapado de ISIS en 2014, habían vivido en el exilio durante dos años y luego habían regresado para empezar de nuevo, incluso afrontando una gran inestabilidad política y una gran incertidumbre.

En los días siguientes, mi teléfono se llenó de más y más fotos de quienes habían muerto. Mujeres y niños. La familia de la novia. Cortejos fúnebres que parecían un mar de gente.

El novio, que sobrevivió junto a la novia, dijo en una entrevista para Sky News: “Ya está. No podemos vivir más aquí. Cada vez que intentamos tener un poco de felicidad, algo trágico sucede y nos destruye la felicidad”.

Escribo esto desde Belén donde, tres semanas después del incendio en Qaraqosh, estamos en guerra. Miles, en ambos lados, ya han muerto.

Ayer nos reunimos en la iglesia de piedra para orar. Rezamos el Padrenuestro en arameo. Entonamos una oración a María que oraban durante el Seyfo. Encendimos velas.

Hice las maletas, por las dudas.

La iglesia ya sido restaurada y la iglesia aún se está rompiendo, y ambas cosas son ciertas. No sé cómo viviremos con tanta pena. Solo Dios lo sabe. Pero viviremos con toda esa pena. Viviremos con mucha alegría. Viviremos, en Mosul, Bagdad, Qaraqosh, Sídney, Beirut, Belén, Montreal y Alepo, allí donde dos o tres se reúnan y vuelvan a reunirse, allí viviremos. Esta iglesia que ha resucitado, que continúa recomenzando, aún diciendo la misma oración que nos ha unido desde el comienzo.


Acerca de la fotografía: El 7 de agosto de 2014, más de treinta familias de Qaraqosh que huían del avance de ISIS fueron bien recibidas en el monasterio de Maryam Al-Adrah, en la ciudad de Solimania, Irak. En ese momento, el monasterio tenía seis habitaciones. Las familias fueron instaladas en la biblioteca y en la iglesia. Varias casas vecinas también fueron arrendadas para alojarlas. A lo largo de los meses, la vida se organizó. Se dispuso que hubiera clases de kurdo y de inglés, y el monasterio se volvió el espacio donde esas casi 150 personas llevaron adelante su vida.

Traducción de Claudia Amengual.

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