Falta muy poco para Navidad, y estamos en el Centro Correccional del Condado de Cibola, en el oeste de Nuevo México. En un momento, todas las miradas se vuelven hacia un muchacho repantigado en una silla monobloque de color gris, con una chaqueta de trabajo anaranjado fluo demasiado grande para su talla. “Ándale, Nacho”, dice una voz algo chillona a mi derecha. Ahora todas las miradas se vuelven hacia un adolescente con incipiente vello facial y el mismo uniforme, y esto parece incomodarlo. “Ándale, enséñales tu rap”, dice.
Nacho da golpecitos rítmicos en el piso con la punta de sus Crocs negras, el calzado obligatorio de los detenidos en el Centro, y el flequillo negro le baila sobre los ojos. “Sale, ok”, y suelta un rap fresco y atrevido, con una rima inteligente, aunque algo chocante, que habla del coñac y una muchacha fiestera que se descontrola cuando lo bebe.
Estallan las risas en la sala de visitas, dándole vida a un espacio que, de lo contrario, semeja la zona de descanso de un supermercado. Se ve un combo de TV y VCR en una esquina del cielorraso, a una altura imposible, y hasta el control remoto está bajo llave en una jaulita metálica. Luces fluorescentes iluminan las carteleras tapadas de avisos en jerga del gobierno.
Me deja desconcertado la desfachatez de Nacho y su rap de contenido sexualmente explícito. Aparte de mí, el puñado de voluntarias que han venido para celebrar las fiestas son mujeres de mediana edad del área suburbana de Albuquerque. Pero también quedo impactado por cómo emula el vibrato del sintetizador y el sostenido de la canción. “Cuando tome Henness-ss-sss-ssss-y”, imitando el autotune, estirando y cortando cada verso, como la repetición sibilante de un CD rayado.
El orden no tarda en restablecerse. Al fin y al cabo, son buenos muchachos y seguramente no quieren arriesgar el cambio de rutina que nuestra visita hace posible. Creo que esto es así aun cuando las actividades que les proponemos son más adecuadas para un grupo de mucha más o mucha menos edad: una variación de “Simón dice”; origami; juego de adivinanzas de cumpleaños; yoga de silla. Aun así, las risas y sonrisas parecen genuinas, y creo que son sinceros cuando nos dicen que se alegran de vernos.
Pat Bonilla, que fue profesora de inglés como segunda lengua y vivió en México, Ecuador y Brasil, logra reencauzar la actividad guiándolos en un villancico muy popular (e inofensivo) El burrito de Belén. Pat canta, y los muchachos la siguen sonrientes, golpeando los pies en el piso, haciendo palmas y cantando el estribillo a voz en cuello: “Si me ven, si me ven, voy camino de Belén”. Por un momento, pueden levantar la voz sin meterse en problemas.
Cuando el villancico va llegando a su fin, la coordinadora de nuestro grupo de voluntarios, Kelly McCloskey-Romero, echa una mirada rápida a su reloj. Tenemos solo una hora para estar con los internos, y el principal motivo de nuestra visita es informarnos acerca de las condiciones de los detenidos en este Centro. Kelly, sin embargo, insiste en que nuestra presencia cumple otro propósito: mostrarles que hay estadounidenses que se preocupan por ellos.
En este momento, un nicaragüense de nombre Bayron aparece como vocero no oficial del grupo. Lleva dos meses en Cibola, más que ningún otro del grupo, y ya está pisando los treinta; su postura es más firme y erguida y tiene un aire de seriedad ajeno a los muchachitos a su alrededor.
Lo que nos cuenta sigue el mismo patrón de lo que escuchamos en otras visitas: les han quitado el beneficio del teléfono, a menudo por infracciones menores, dejándolos sin posibilidad de comunicarse con la familia en su país de origen y con posibles consejeros legales aquí, en Estados Unidos. También nos cuenta sobre algo que llaman la hielera: encierro solitario en una celda de castigo con temperatura gélida. La atención médica es deficiente, continúa Bayron, señalando el caso de un dominicano que ha tenido episodios de delirio y alucinaciones desde hace algún tiempo.
A medida que Bayron va enumerando las quejas, percibo una racionalidad perversa. El reglamente interno del Centro se apega a la letra de la ley: la comida que ofrecen posiblemente cumple con los requerimientos dietéticos diarios, pero, a veces, las papas están crudas y la carne tiene tanto ají picante que es incomible. Algo similar ocurre con el agua caliente en las duchas; supuestamente cubre una necesidad básica, pero la temperatura del agua es tan alta que no pueden ducharse por temor a quemarse. Queda claro que estas tácticas son una forma velada de castigo.
Por años, estas quejas han dado lugar a denuncias por violación de derechos humanos contra los funcionarios en Cibola y en Torrance, el otro gran centro de detención de solicitantes de asilo, en el sureste de Nuevo México. Organizaciones como ACLU (Unión Estadounidense por las Libertades Civiles) y el Centro Legal de Inmigrantes de Nuevo México han presentado denuncias alegando pésimas condiciones sanitarias, agresividad de los guardias y un trato institucional que va desde la negligencia hasta el abuso. Por supuesto, estas denuncias son comunes a muchos establecimientos penitenciarios en Estados Unidos; si de algo han servido estas denuncias es para poner de manifiesto la similitud de condiciones de reclusión entre los solicitantes de asilo y las personas convictas por delitos.
Sin embargo, al cabo de una hora, cuando los veintidós jóvenes –doce venezolanos, un nicaragüense y los restantes de Guatemala, Ecuador, Honduras y Colombia– salen en fila, no hay esposas ni grillos ni guardias hostiles, tampoco se los segrega por nacionalidad. La lejanía de sus familias los lleva a prolongar la despedida; nos saludan con la mano, sonríen y agradecen con una amabilidad que es la contracara de las estridencias del rap de Nacho que escuchamos minutos antes.
Afuera, espirales de alambre concertina coronan el triple alambrado perimetral. Las puntas dentadas de metal brillan como un millón de hojillas de afeitar en la mañana luminosa del desierto. En la entrada flamea una bandera, con un logotipo rectangular rojo y azul, semejante a la de un depósito de almacenamiento. En el sendero que lleva a la caseta del guardia, alguien ha plantado rosales, pero aún falta para la primavera, y solo se ven espinas y delgados tallos verdes.
Unos meses más tarde, Bayron me escribe desde Cibola contándome su frustración durante este último año. Vino con la esperanza de trabajar y comenzar una nueva vida, y, en cambio, acabó detenido, y el familiar que había acordado patrocinarlo finalmente se echó atrás. Por último, obtener la orden de deportación no le ha dado mucha tranquilidad, ya que no sabe cuándo se hará efectiva. La incertidumbre que esto provoca es motivo de preocupación general. En 2022, un solicitante de asilo brasilero, de veintiún años, llamado Kesley Vial, se suicidó en Torrance después de que su deportación fuera postergada reiteradas veces.
Bayron expresa temor de volver a pisar suelo nicaragüense, ya que, en su solicitud de asilo alegó sufrir persecución política en su país, lo que podría dar lugar a represalias de parte del gobierno autoritario de izquierda encabezado por Daniel Ortega. “No me dieron la posibilidad de sacar a mi familia de Nicaragua”, escribe, “tendré que volver y afrontar la dura realidad de la dictadura en mi país”.
La siguiente vez que intercambiamos mensajes, unos tres meses después de su deportación, me envía una foto: se lo ve radiante, abrazado a su hijo que recién empieza a caminar y su hija apenas mayor. Está trabajando en la construcción, en Managua, capital de Nicaragua, para sostener a su familia. De momento, no tiene planes de regresar a Estados Unidos.
Envueltos en la luz cegadora del amanecer, dejamos atrás las mesas calcáreas y los acantilados rojizos y pasamos a una llanura cubierta de maleza, tan amplia que el cielo semeja una cúpula que se extiende hasta el horizonte. Vemos matorrales con nieve y escarcha en las ramas a ambos lados de la carretera que nos lleva a la sala de visitas de Torrance.
En un extremo de la sala de visitas en Torrance, sobre una pared de bloques de hormigón, han pintado un mural que representa una variedad de paisajes de Nuevo México: abetos alpinos y alces de gran cornamenta; una montaña nevada con laderas teñidas de índigo por la luz del atardecer; el emblemático Llano Estacado; un río. El mural rinde homenaje a quienes llegaron a esta tierra y la hicieron suya. Un soldado de cabello oscuro y barba perilla, casco con cresta y armadura ocupa un lugar destacado; junto a él, un hombre con sombrero y ojos azules, de una intensidad que recuerda a Charlton Heston, contempla los paisajes en la parte inferior. En la pared opuesta, como un agregado tardío, un pequeño cuadro muestra una mujer indígena frente a un matorral de cardos color violeta.
Es práctica habitual que cada nueva ola de inmigrantes sea primeramente denostada, luego explotada y finalmente acogida. A medida que se desvanece el estigma de extranjero, surgen nuevos relatos que aclaran las inconsistencias en los expedientes. Las exageraciones incluidas en el formulario de migraciones y las relaciones familiares inventadas se racionalizan y luego, pasan a ser mitos; mentiras inocentes para acelerar el proceso de convertirse en estadounidenses y recibir la ciudadanía como recompensa por su audacia.
Los jóvenes reunidos hoy en la sala podrían ser reflejo de generaciones anteriores. En apariencia, son solicitantes de asilo que huyeron de situaciones de persecución, pero muchos de ellos son simplemente personas que racionalmente ven una oportunidad de superar las circunstancias que les ha tocado vivir. Tomemos por caso los venezolanos, que representan la mitad de los muchachos que tratamos regularmente. En el período 2013–2021, cuando los jóvenes en esta sala eran adolescentes en sus años de formación, Venezuela registró una caída anual del PIB de dos dígitos, y la hiperinflación llegó al 130 000 por ciento en 2018. Según la organización Council of Foreign Relations (Consejo de Relaciones Exteriores), más de ocho millones de personas han huido del país desde 2014; algo más de medio millón vinieron a Estados Unidos. Ante ese panorama, ¿quién no pensaría en escapar?
Sin embargo, cuando Kelly nos separa en grupos, me sorprende que todos ellos eviten hablar de la supuesta persecución que enfrentan en su país de origen, un hecho que, bien argumentado frente a un juez o funcionario responsable del caso, podría darles derecho a acogerse al asilo. Podrían aprovechar para practicar el discurso del “temor fundado” que seguramente tendrán que exponer cuando tengan la audiencia o entrevista. Pero no lo hacen. Quizá se debe a que estamos en un salón abierto donde no hay privacidad o a que no nos hemos ganado su confianza. Tal vez el motivo de su persecución es una identidad estigmatizada como ser homosexual, y ese tipo de información no debe divulgarse en prisión.
En cambio, sí quieren hablar de trabajo, de sus oficios y los lugares donde aspiran a llegar. Un de ellos dice que le encantaría llegar a Houston y trabajar como jardinero; otro, en un taller automotor de chapa y pintura, en la misma ciudad. Un muchacho de Guatemala espera conseguir trabajo en el McDonald donde trabaja su hermano, en Connecticut, mientras que un panadero de Honduras espera llegar a Phoenix. Un soldador de una zona costera de Venezuela aspira a conseguir trabajo en Michigan.
Kelly despliega un mapa plastificado de los Estados Unidos, y los jóvenes se acercan maravillados por la extensión del territorio, quizá soñando con los lugares adonde les gustaría ir si llegaran a tener la oportunidad. Los que tienen familiares residentes en el país identifican las ciudades donde viven, y nosotros, los voluntarios, les mostramos dónde nacimos.
Carlos es el más carismático de los once detenidos que conocimos hoy. Junto con Daniel, un venezolano que en el pasado ocupó un puesto administrativo en una petrolera estatal, se presentan como voceros no oficial. Mientras que la presentación de Daniel es cauta, Carlos se muestra efusivo: “Es la primera vez que sonrío y me río desde que llegué”, dice a modo de elogio.
Le pregunto a Carlos qué planes tiene. Confía en que todo saldrá bien, pero no sabe precisar adónde irá, y no parece saber con exactitud dónde está su patrocinador, un contratista de Florida. Lo que más me sorprende, sin embargo, es la fecha de su audiencia para solicitar asilo. “¿Así que será el 27?”, repito. Pero entendí mal: “No, ¡en 2027!”, aclara.
Sigo sin poder creer que esa sea la fecha, cuando Carlos me pregunta si en el entretanto puede trabajar. Le respondo que no lo sé, porque nos han instruido que debemos eludir consultas de tipo legal, pero me pregunto quién, salvo los muy ricos, podría sobrevivir sin trabajar durante todo ese tiempo.
Habría pasado un mes cuando supe que Carlos había logrado llegar a Florida, pero luego perdimos contacto. Sí sigo en contacto con Daniel. Cuando salió de Torrance, fue a parar a Atenas, Georgia, donde vive su patrocinador. Atenas, la ciudad sureña universitaria por excelencia, fue también escenario del asesinato de Laken Riley, estudiante de enfermería, en febrero de 2024, a manos de un venezolano indocumentado que había ingresado al país de forma ilegal. Su muerte encendió debates antimigratorios en todo el territorio nacional.
Unos meses más tarde, llamo a Daniel para saber cómo está y si ha tenido algún problema a raíz del asesinato. “Todo tranquilo”, dice, mientras se escucha el golpe de una puerta mosquitero que se cierra y el sonido estridente de las chicharras. “Estoy bien. Tengo el permiso del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE. UU.) y tengo el permiso del juzgado. Eso no me afectó. Soy legal”.
Me alegra que Daniel no esté preocupado por acciones violentas en represalia por el homicidio. En cambio, está pensando en cuestiones más prosaicas: el alquiler, la comida, el trabajo. En este momento, no puede pagarle a un abogado los trescientos dólares necesarios para tramitar un permiso de trabajo. Obtener esta autorización es clave. Si no consigue un empleo, ¿cómo se sostendrá hasta su audiencia prevista para 2027?
Después de cortar la comunicación, me quedo pensando en la decisión de Daniel de emigrar. El familiar más cercano, su hija, vive a miles de kilómetros. Aún no puede trabajar legalmente; no está claro si su patrocinador es confiable, y la audiencia de asilo, dentro de tres largos y abrumadores años, podría tener un resultado favorable o adverso.
La literatura de ciencias sociales señala que los migrantes son diferentes del resto de nosotros. Comparados con la población en general, entre ellos es más probable encontrar las habilidades que el mercado laboral valora especialmente: ambición, empuje, ética de trabajo e inteligencia. Estas expresiones son comunes en los panegíricos que los estadounidenses les dedicamos a nuestros antepasados por su arrojo, fortaleza y lucidez. ¿Pero qué otras cualidades comparten? ¿Los migrantes tienen menor tolerancia a las circunstancias que les toca vivir? ¿Son más proclives a creer que hay algo mejor más allá de su horizonte?
Una helada mañana de diciembre, llego a un hotel de cadena cerca del aeropuerto internacional de Albuquerque. Vine a recoger a una familia venezolana solicitante de asilo hospedada en el hotel por una institución benéfica. Como muchos otros, cruzaron en Ciudad Juárez, México, y solicitaron asilo en El Paso, Texas. Ayer, viajaron en bus desde la frontera y ahora abordarán un vuelo a Kentucky donde tienen patrocinadores dispuestos a recibirlos. Mi tarea es acompañarlos hasta la puerta de embarque.
Carla, la hija de doce años, luce feliz el conjunto que la institución le compró en el centro comercial: una blusa blanca con volantes, unos pantalones impecables y una cartera. Es tanta su alegría que apenas logra contenerse. Largos rizos castaños enmarcan su rostro que se ilumina a cada momento con su sonrisa alegre y sincera.
Geidy, la madre, me cuenta los peligros y riesgos que enfrentaron en su travesía hasta llegar aquí. Describe un itinerario a los saltos: primero en dirección oeste, a Colombia; luego al sur, a Chile, y por fin al norte, hasta llegar a Estados Unidos. En total, la travesía llevó cuatro años. Igual que su hija, también Geidy está estrenando ropa, pero con un accesorio adicional: una tobillera electrónica, cortesía del ICE, sujeto a su tobillo izquierdo. No me había dado cuenta hasta el momento en que volvió a calzarse después del control de seguridad.
Carlos, el padre, me dice que la etapa más angustiante del viaje fue el cruce del Darién, una región selvática que une el noreste de Colombia y el sudoeste de Panamá. Los migrantes pobres no tienen más opción que formar grupos circunstanciales y luego marchar durante días a través de pantanos y pasos de montaña. A lo largo del camino es común ver huesos humanos.
Carlos se acerca para mostrarme algunas fotos en el celular: migrantes, abrigados contra el frío y el viento, sonríen y hacen señas con las manos desde arriba de trenes en movimiento, en México. Hay muchas mujeres y niñas, veo incluso una pequeña de dos o tres años con un abrigo rosado. Las imágenes son inesperadamente alegres, teniendo en cuenta que son muchos los migrantes que identifican a México como el país más violento y peligroso de la travesía. Hace algunos años, cuando comencé con la tarea de acompañamiento en aeropuertos, dos mujeres cubanas me contaron en confianza que habían estado secuestradas durante meses cerca de la ciudad de Monterrey, mientras sus familiares en Florida acordaban pagos de rescate para que las liberaran.
Sabiendo todo esto, me pregunto por qué Geidy y Carlos se arriesgaron a viajar desde Chile hasta cruzar el Darién y luego, atravesar todo México con su hija preadolescente. “¿Por qué no se quedaron en Chile?”. Carlos, con voz apenas perceptible, dice algo acerca de la familia de Geidy en Kentucky y que los chilenos son “grises”, aburridos. A mí me sigue costando entender: Chile no es Venezuela; tiene estabilidad política y, por lo que entiendo, Geidy y Carlos estaban bien económicamente. Los dos tenían trabajo, y Geidy, que trabajaba como empleada doméstica, me muestra fotos de un viaje que hizo con su jefe a Valparaíso, un balneario muy conocido de Chile.
No hay tiempo para más preguntas porque anuncian el embarque de su vuelo; nos damos un abrazo e intercambiamos información de contacto. Están felices de estar ya en la última escala de su viaje. Más o menos una semana más tarde, le envío un mensaje a Geidy por WhatsApp. Su foto de perfil muestra un living con un árbol de Navidad decorado. Por entre las cortinas abiertas se ve caer la nieve en el jardín. El mensaje dice “Feliz Navidad desde Louisville”.
Es un día de primavera abrasador en el suroeste de Nuevo México. Brotes verdes bordean la orilla del Río Grande que corre serpenteando hacia el sur. Desde la carretera interestatal llegan oleadas de calor y emisiones de los caños de escape de los camiones que se dirigen a Los Ángeles o Jacksonville.
Ariana Saludares nació aquí, en Nuevo México. Actualmente, participa en la dirección de Colores United, una organización sin fines de lucro que ayuda a refugiados y solicitantes de asilo. Me reúno con ella en el refugio que tienen en Deming, una pequeña localidad a unos 55 km de la frontera. Es un edificio de configuración irregular, de una sola planta, con paneles de aluminio blanco corrugado, donde tiempo atrás funcionó un taller de motos cuyo cartel aún se ve en lo alto de un poste. Hoy solo se encuentran Ariana y sus dos hijos, Jack y Caia, ya que les ha dado el día libre a las voluntarias, madres de familia en su mayoría, para que repongan energías.
Pero el descanso es también para planificar la siguiente etapa del refugio: mudarse más adelante este año a una finca en una zona rural. Allí, los migrantes de Turquía, Cuba, Brasil y demás países podrán finalmente encontrar un lugar de respiro, próximo a un desierto que, de otro modo, sería inhóspito. “Somos más un lugar de descanso que un refugio”, explica Ariana mientras recorremos el nuevo lugar, una propiedad de unas doce hectáreas, anteriormente dedicada al cultivo de nogales pecan. “Primero queremos ayudar a las personas a sanar emocionalmente antes de enfrentar la última etapa del viaje. ¿A qué me refiero? Descansar, comer, dormir.
Ariana tiene planes de construir establos para terapia equina y figuras de dinosaurios en madera para que los niños puedan trepar y jugar. El bosque con ciervos, ardillas, pájaros carpintero y codornices será un lugar donde encontrarán paz. “Las personas llegarán aquí después de haber vivido los peores tres o seis meses de su vida, sea en tránsito o detenidos”, dice Ariana, mientras nos detenemos a la sombra de un cedro. “Nosotros hemos decidido simplemente darles un espacio. No puedo cambiar su experiencia en el centro de detención, pero puedo ofrecerles una experiencia diferente aquí”.
La discreta ubicación del refugio, lejos de la ciudad, tiene un beneficio adicional: estar a resguardo de los enemigos políticos de Colores United que han insultado a Ariana en Facebook, le han dicho que vuelva al lugar de donde vino y la amenazaron con “enterrarla en el desierto”. “Mi familia está muy preocupada”, me cuenta. “La extrema derecha no aprueba el trabajo de las organizaciones sin fines de lucro con los migrantes”. Hace poco, en un refugio en San Diego, California, se presentó un provocador famoso en las redes fingiendo ser un exterminador de plagas. En Texas, el fiscal general del estado está empeñado en cerrar varias de las principales organizaciones de servicio confesionales, argumentando que fomentan la migración ilegal.
Para hacer frente a esta hostilidad, Ariana apostó a un bajo perfil para la organización, a la vez que también abordó de manera positiva algunas preocupaciones de sus detractores. Por ejemplo, trató de aplacar la percepción de que los migrantes abusan de los recursos comunitarios poniendo a disposición de todos los habitantes del lugar la despensa de alimentos y la tienda de ropa con descuento de la organización.
Igual que otros establecimientos a lo largo de la frontera, la finca será una parada temporal. Los migrantes a quienes se les otorgó el asilo permanecerán muy poco tiempo antes de trasladarse a un lugar de residencia permanente, por lo general, en la casa del ciudadano o residente legal que los patrocina. Además de un lugar donde dormir, el refugio, con capacidad para albergar cien personas, proveerá comidas y atención médica básica. Colores United podrá obtener el reembolso por los gastos en las personas a su cuidado gracias a una partida de $800 000, en 2024, del Programa de Refugio y Servicios de la Agencia Federal de Manejo de Emergencias (Federal Emergency Management Agency’s Shelter and Services Program)
Colores United no tiene filiación religiosa, y Ariana describe su orientación como “interreligiosa”, en sentido general. “Si bien no nos identificamos con una religión en particular, eso no significa que no seamos espirituales”, me explica y añade que, en el refugio en el centro de la ciudad, los huéspedes suelen dar gracias a Dios por la comida compartida, y muchos voluntarios pertenecen a iglesias locales.
Al explicar la misión del refugio, Ariana logra conciliar dos aspectos: por un lado, llevan a cabo una tarea humanitaria vital, especialmente, a través del cuidado de las mujeres y los niños. Por otra parte, cumplen una importante función de seguridad pública, ya que ponen a disposición de las autoridades un lugar confiable adonde traer a los solicitantes de asilo cuando los centros de detención están desbordados.
De otro modo, los migrantes podrían ser arrojados a la calle, sin tener un lugar adonde ir, y acabar siendo presa fácil del tráfico sexual y otras actividades delictivas. “Nuestra comunidad está más segura cuando nos ocupamos de estas personas”, dice Ariana. “Si están en la calle, vienen los traficantes, y vienen los coyotes”.
El propio recorrido de Ariana hasta llegar aquí fue bastante sinuoso. Después de irse de la casa de sus padres, tuvo trabajos temporales en Arizona y en el Noroeste del Pacífico donde una carrera como administradora de propiedades lujosas le dejó un sabor amargo: “Es algo frívolo”. Fue en Sicilia, mientras su esposo estaba apostado en la Estación Aérea Naval de Estados Unidos, donde descubrió su vocación.
La guerra civil en Siria estaba en su peor momento, y miles huían a diario en embarcaciones endebles a través del Mediterráneo. “Sicilia se llenó de refugiados”, recuerda Ariana. “En el auto siempre llevaba naranjas para dar”. La conmovió profundamente aquella imagen que dio vuelta al mundo del cuerpo de un niño pequeño, de camisa roja y pantalón azul, que el agua dejó en una playa en Turquía, como si se tratara de restos de un naufragio.
Mientras escucho su relato, miro a su hijo de doce años que, con su bronceado cobrizo y melena aclarada por el sol, podría ser imagen de portada de una revista de skate. Es grato ver que su entretenimiento no es el celular, sino que alterna entre rebotar una pelota de tenis de mesa en el piso de cemento del refugio y accionar los controles de una consola retro Pac-Man. Tiene aproximadamente la misma edad que tendría el niño de la foto, Alan Kurdi, si viviera.
“De noche, no me duermo pensando en los niños que emigran”, dice Ariana. “Un niño no toma la decisión de cruzar el Darién. Después de ver aquella fotografía, supe que debía hacer algo”.
En 2019, Ariana tuvo su oportunidad cuando una importante oleada migratoria provocó la llegada de miles de solicitantes de asilo a Deming. Con una población permanente de tan solo quince mil, los recursos locales disminuyeron rápidamente y, en mayo, las autoridades declararon el estado de emergencia en un intento de desbloquear la ayuda federal y del estado. Asimismo, se hizo un llamado a las organizaciones sin fines de lucro y a las iglesias a brindar albergue temporal a los migrantes mientras su caso era tratado y resuelto en los tribunales.
Pero, en esta pequeña comunidad, a menos de una hora de viaje de México, la política migratoria tiene un fuerte impacto y muchos ven la gran cantidad de solicitantes de asilo como una invasión, aun cuando sean legales. Hay una presencia desmedida de efectivos de la Patrulla Fronteriza y el Servicio de Aduanas y Protección de Fronteras; unos quinientos funcionarios y efectivos y sus familias viven en la zona.
Las políticas que se implementaron fueron desalentadoras, dice Ariana. Alguna gente del pueblo se volvió resentida porque pensaba que los recién llegados se aprovechaban de los recursos locales mientras que los ciudadanos pobres quedaban sin nada. Otros opinaban que las organizaciones como Colores United fomentaban la migración ofreciéndoles incentivos a los solicitantes de asilo para cruzar la frontera. Como resultado de todo esto, las comunidades de primera línea, empobrecidas, no daban abasto. “Las posiciones estaban completamente polarizadas; una parte de la población de Deming quería ayudar, y la otra parte se oponía”.
Han pasado cinco años, y la situación parece más balanceada. Las autoridades ya no liberan más de cien migrantes a la vez en las calles de la ciudad. Y quienes temen que los migrantes abusarán de los escasos recursos de la comunidad han morigerado su discurso. Esto se debe, en parte, a que el refugio ha logrado hacer avanzar a la gente, dice Ariana, pero también al esfuerzo de la organización por servir a la comunidad en general.
Le pregunto a Ariana cómo repercutirán en su trabajo los últimos cambios de política, por ejemplo, la decisión de limitar drásticamente el número de solicitantes de asilo. Ella no cree que el flujo de migrantes disminuya, sino que simplemente cambiarán las proporciones: si menos personas pueden solicitar asilo, crecerá el número de personas que intentarán ingresar indocumentadas. “La migración no se detendrá”, afirma Ariana. “Podrán construir un muro de treinta metros, pero la gente que está decidida a cruzar no se detendrá. No llegan hasta aquí para dar la vuelta y regresar al sur”.
Traducción de Nora Redaelli.
Sobre el arte: Cuando decidí trabajar en la serie de cuadros Fui forastero, mi propósito no era hacer la crónica de un acontecimiento, pasado o presente. Mi idea principal es expresar un drama humano, individual y colectivo, y tal vez ayudar a la gente a adquirir más sensibilidad hacia nuestros hermanos y hermanas de la raza humana. El título de este serie se refiere a las palabras del Salvador citadas en Mateo 25:33-40: “Fui forastero y me dieron alojamiento….”.
Para transmitir algunos de los sentimientos por los que podría pasar un forastero, utilicé bloques geométricos, con una serie de figuras humanas encajonadas, algunas más realistas y otras más abstractas. La realidad en la que vivimos puede ser tan desalentadora a veces que todo parece abstracto. Estos cuadros interpretan la incertidumbre, sin cielos, sin progreso, sin delante ni detrás, sin futuro ni pasado. Estos son los sentimientos de los migrantes.
Otra idea que demostré por agrupar las figuras humanas es que las personas se unen y forman un grupo compacto y consolidado cuando comparten las mismas experiencias. Reaccionan con más empatía al verse afectados por una situación extrema. Las formas humanas individuales casi se funden en una nueva entidad mayor. El grupo se reduce a un pequeño lugar. El resto del espacio es grande y abstracto, no se entiende, no se comprende. No están rodeados de nadie ni de nada; solo se tienen los unos a los otros. ¿Nos quedaremos inmóviles o nos moveremos a la acción?
—Jorge Cocco Santángelo
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