En el año 1969, Benedicto XVI todavía no era Papa. Es más, ni siquiera había sido consagrado obispo. Sin embargo, el joven Joseph Ratzinger ya era uno de los teólogos más renombrados de su tiempo. En aquel año, dio una entrevista para una radio donde le preguntábamos por el futuro de la Iglesia. Su extensa respuesta incluyó una frase que hoy suena a profecía: «La Iglesia se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio«.
Los años 60 marcaron un antes y un después en la Iglesia. El Concilio Vaticano II, que concluyó en el 1965, planteó con optimismo una reforma que ayudaría a la Iglesia a salir en busca de los que habían alejado de ella. ¿Cómo se explica entonces que el joven Ratzinger pensara en una Iglesia pequeña en el futuro? Él mismo lo explicó de la siguiente manera:
«El futuro de la Iglesia puede venir y venderse también hoy solo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe.
El futuro no vendrá de quienes solo dan recetas. No vendrá de quienes solo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes solo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible.
Tampoco vendrá de quienes eligen solo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y la obligación de renunciar a sí mismo.
Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres humanos que perciben más que las frases que son modernas. Por quienes pueden ver más que los otros, porque su vida abarca espacios más amplios. La gratuidad que libera a las personas se alcanza solo en la paciencia de las pequeñas renuncias cotidianas a uno mismo.
¿Qué significa esto para nuestra pregunta? Significa que lcomo grandes palabras de quienes nos profetizan una Iglesia sin Dios y sin fe son palabras vanas.
No necesitamos una Iglesia que celebre el culto de la acción en "políticas". Es completamente superflua y por eso desaparecerá por sí misma.
Permanecerá la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia que cree en el Dios que se ha hecho ser humano y que nos promete la vida más allá de la muerte.
De la misma manera, el sacerdote que solo sea un funcionario social puede ser reemplazado por psicoterapeutas y otros especialistas. Sin embargo, seguía siendo necesario el sacerdote que no es especialista, que no se queda al margen cuando se aconseja en el ejercicio de su ministerio, sino que en nombre de Dios se pone a disposición de los demás y se entrega a ellos en sus tristezas, sus alegrías, su esperanza y su angustia.
Demos un paso más. También en esta ocasión, de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho.
Se hará pequeña, tendrás que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perdemos adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad.
Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que solo se puede acceder a través de una decisión.
Como pequeña comunidad, reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros.
Ciertamente conocerá también nuevas formas ministeriales y ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su profesión: en muchas comunidades más pequeñas y en grupos sociales homogéneos la pastoral se ejercita normalmente de este modo.
Junto a estas formas afectadas siendo indispensable el sacerdote dedicado por entero al ejercicio del ministerio como hasta ahora.
Pero en estos cambios que pueden suponer, la Iglesia identificó de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre , la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. La Iglesia reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como un problema de estructura litúrgica.
Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha.
Le resultará muy difícil. En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños.
El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada.
Se puede prever que todo esto requerirá tiempo. El proceso será largo y laborioso, al igual que también fue muy largo el camino que llevó de los falsos progresismos, en vísperas de la revolución francesa –Cuando también entre los obispos estaba de moda ridiculizar los dogmas y tal vez incluso dar un sentido que ni siquiera la existencia de Dios era en modo alguno seguro– hasta la renovación del siglo XIX.
Pero tras la prueba de estas divisiones quirúrgicas, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza.
Porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo adecuadamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas.
A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha llegado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo también estoy totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, que fracasó ya en Gobel, sino la Iglesia de la fe.
Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da la vida y la esperanza más allá de la muerte ».
Joseph Ratzinger, 1969.
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