La tecnología y el rol parental desde la prisión por Robert Lee Williams


Las luces ya se apagaron en el pabellón, pero yo sigo con mi tablet, sentado en la cama en posición de loto, inclinando la pantalla para captar el resplandor anaranjado de la lámpara. Estoy viendo en pantalla las sesenta nuevas fotos que mi hija de quince años, Harmony, acaba de enviarme. Mi galería de fotos se compone casi exclusivamente de fotografías que abarcan las diferentes etapas de su vida, desde que comenzó a caminar hasta la adolescencia. Ver todo lo que me perdí como padre tiene un sabor agridulce. La prisión se quedó con los mejores años de mi vida y me impidió estar presente en esos momentos irrepetibles de increíble ternura.

Estoy recluido en el establecimiento correccional Sullivan, una prisión de alta seguridad en Fallsburg, Nueva York, en la región montañosa de Catskill. Durante los primeros diez años de reclusión, no tuve acceso a recursos tecnológicos.

Lo irónico fue que, en el momento en que fui a prisión, estaba a punto de hacerme cargo de la crianza de Harmony. Su madre, Sarah, había tenido problemas de adicción durante mucho tiempo. En 2009, mi supervisor de libertad condicional, Dan Bryant, me comunicó que lo habían llamado del Departamento de Servicios Sociales para informarle que Sarah había perdido la custodia de Harmony y que yo debía tramitar su custodia. Solo dije: “De acuerdo”. No quería que cayera en las garras de un sistema de familias de acogida fracturado. Lamentablemente, mientras tramitaba la custodia, cometí un crimen que acabaría separándonos por mucho tiempo, un crimen del que en algún momento tendría que hablarle a mi hija.

Fotografía de Ivan Sankov/ Pexels. Usado con permiso.

Un día de junio de ese mismo año, maté a mi novia. Aquella noche nos fuimos de fiesta, bebimos, bailamos, y de regreso, discutimos en el automóvil. Ya dentro del apartamento, ella me apuñaló y yo a ella. Ella murió; yo fui al hospital y, de allí, a la cárcel. Me sentenciaron a veinticinco años de prisión por homicidio sin premeditación.

Muchas personas tienen que dejar su adicción a la heroína, al crack o las metanfetaminas al ingresar a la prisión. Yo, en cambio, era un yonqui de las redes sociales que, de golpe, tuve que cortar mi adicción a internet. A diferencia de los veteranos que estaban en prisión desde los ochenta y noventa, cuando los bíper y los móviles plegables eran la tecnología más avanzada, yo sí sabía lo que me estaba perdiendo. En el año 2010, cuando Facebook y Twitter estaban en sus inicios y MySpace era la red social dominante en internet, mi sueño recurrente era que iniciaba sesión en MySpace: seleccionaba opciones y cliqueaba, les escribía mensajes a mis familiares, mis amigos, mis ex, y las respuestas inundaban mi bandeja de entrada.

En ese momento, escuchaba un sonido de metal contra metal; era el bastón del guardiacárcel golpeando las rejas de mi celda. Me despertaba a la realidad de estar impedido de comunicarme con las personas que realmente me importaban. Volvía a perfeccionarme en la redacción de cartas de amor y a tener que decidir si comprar una caja de pollo frito Banquet en el economato o diez estampillas para enviarles cartas a mis seres queridos. Me sentía culpable cuando optaba por las patas de pollo.

Cuando ingresas a la cárcel por primera vez, hay un período de dos años de adaptación institucional. Los estudios muestran que ese el tiempo promedio que un interno necesita para adaptarse a las reglas y restricciones institucionales y saber cómo manejarse en la subcultura carcelaria.

Después de cuatro horas de continuo traqueteo en un bus maloliente, esposado y engrillado a extraños, acabas abandonado en un mundo distópico de muros y rejas; si quieres sobrevivir, bajas la cabeza y adquieres una mirada fría e inexpresiva. Al comienzo, y a veces en la mitad, de un largo período en prisión, los reclusos se limitan a “dejar pasar el tiempo”. En este período se instala una cierta inercia (la prisión es monótona y deprimente): te relajas; golpeas tu pequeña TV, siempre a punto de romperse, para eliminar las rayas; cocinas ramen; haces ejercicios de fuerza. Pasas los días sumergido en las infaltables lecturas de alguien en prisión: El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, El invierno más frío, de Sister Souljah y libros de autoayuda como El secreto, de Rhonda Byrne o Una nueva tierra de Eckhart Tolle.

young person on a phone

Fotografía de Visions/iStock photos. Usado con permiso.

Pero para preservar la salud mental y el bienestar emocional también es imprescindible seguir en contacto con los amigos y la familia, esa red de apoyo que te conecta con tu vida anterior. De otro modo, tiendes a olvidar quien eres y acabas siendo lo que el encierro hace de ti. Es de gran ayuda tener un amigo fiel dispuesto a contactar a los familiares y amigos distanciados que no se comunican contigo ni te visitan.

Mi amiga Krissa fue la primera de muchas personas que, por su bondad, aceptó cumplir ese rol. Cuando le dije que hacía tiempo que no tenía noticias de Sarah, buscó su perfil en Facebook, imprimió las fotos de Harmony que Sarah había publicado y me las envió por correo. En una de las fotos, en el centro comercial Galleria Mall, Harmony tiene un vestido rosado, el cabello recogido en dos coletas rizadas y una sonrisa que me hace pensar si no es más lista que el fotógrafo. La pegué sobre la pared blanca, como en los hospitales psiquiátricos, y su imagen fue mi punto de referencia para mantener la cordura.

En 2015 tuve una rara conversación con mi mamá. Digo rara porque los llamados eran tan caros que no podía llamarla con frecuencia. Me preguntó si había tenido noticias de mi hijo Ameer o de Harmony. No sabía nada de Ameer, y lo que me había llegado de oídas sobre Harmony no me gustaba nada. Odiaba que mi mamá tocara el tema de mis hijos; se me anudaba el corazón.

No le respondí; solo di un fuerte suspiro en el auricular. 

Estaba harto de que la comunicación telefónica resultara demasiado cara para mis seres queridos pobres y de que casi nadie de mis conocidos se tomara un tiempo para escribir cartas. Además de eso, tampoco quería exponerme a la ansiedad que me generaba pensar en involucrar al sistema penal en asuntos familiares privados, especialmente, sabiendo que tener acceso a internet me evitaría esos problemas.

­­—Robert, no pierdas el rastro de tus hijos mientras estés en prisión —me dijo mi madre.

—Tienes razón.

A decir verdad, yo había pensado enfrentar el complicado desafío emocional de la paternidad al salir en libertad, en 2030. Ya tenía suficiente con el estrés de la prisión. La pregunta era si ahora estaba dispuesto a ese desafío adicional. Por mi condición de hijo adoptado que nunca conoció a su padre biológico, sabía que mi egoísmo era fruto del miedo y que sería perjudicial para mi hija. El comentario de mi madre me puso piel de gallina, y la sensación me duró varios días.

young person on a phone

Fotografía de Unsplash. Usado con permiso.

Poco después de aquella conversación, inicié los trámites en el juzgado solicitando un régimen de visitas para mi hija. Mientras aguardaba la respuesta, el pensamiento mágico me ayudaba a calmar mi ansiedad. 

Imaginaba hacer una gran entrada al salón de visitas y presentarme a Harmony como su papá. Su rostro moreno claro se iluminaría, y también el mío. La elevaría por encima de mi cabeza simulando que viajaba en una nave espacial y, haciendo el sonido de despegue de la nave, le diría: “Todo está bien; papá está contigo”.

Había pasado cerca de un mes cuando un funcionario me llamó a la entrada del pabellón para firmar correspondencia judicial. Garabateé mi nombre, el funcionario abrió el sobre del juzgado de familia, echó un vistazo al contenido y me lo entregó. El juzgado no había podido entregarle los papeles a Sarah porque su dirección postal había cambiado.

Pero no había cambiado su perfil en Facebook, así que le pedí a mi viejo amigo Keith que la buscara allí. Me dijo que no se registraba actividad desde hacía casi un año, pero de todos modos le envió un mensaje.

No tenía idea de dónde estaba mi hija, con quién vivía, si estaba en un ámbito seguro ni si podría encontrarla. Pensaba que era posible que me odiara, y aunque lo hubiera entendido, como hombre, la idea afectaba a mi hombría.

En la cárcel, cuando los hombres ya no tienen historias de guerra para contar y así establecer su lugar en la jerarquía social, les queda muy poco en el mundo exterior de qué alardear excepto su mujer y sus hijos. Estas relaciones llegan a ser símbolos de estatus. Veía a otros internos recibir cartas de sus hijos, mientras que yo cero correspondencia. “¡Que lo pasen bien!”, les decía al verlos marchar ufanos al salón de visitas y regresar mostrando orgullosos las instantáneas Polaroid. En el correccional Greenhaven, el salón donde teníamos las reuniones de NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color) era un lugar seguro para que mis compañeros de Brooklyn hicieran alarde de que sus hijos habían terminado el secundario o la universidad. Por una cuestión de respeto, aparentaba ser el más atento de los oyentes.

young person on a phone

Fotografía de VNick Fancher/Unsplash. Usado con permiso.

En secreto, me moría de envidia. En este contexto, mi envidia tuvo un efecto positivo: fue la chispa que encendió en mí un deseo creciente de ser un padre para mi pequeña hija y que ella viera en mí algo más que un hombre negro encarcelado, uno más entre tantos.

Para entonces, ya había leído el manual para escritores en prisión del programa PEN America (Handbook for Writers in Prison), que me convenció de que era posible llegar a ser un escritor estando en prisión, había devorado Spunk & Bite de Arthur Plotnik, y convertido el manual The St. Martin’s Handbook de Andrea A. Lunsford y Robert Connors y el libro Style de Joseph M. Williams en el nuevo norte de mi vocación. Cuando lograra encontrar a Harmony, no quería solo estar orgulloso de ella; quería mostrarle algo de lo que también ella pudiera sentirse orgullosa. Y sabía que de algún modo estaría asociado a las letras.

En 2019 llevaba tres años viviendo en el establecimiento correccional Clinton, un penal de máxima seguridad en Dannemora, Nueva York. El mundo exterior conocía a Clinton por la famosa fuga de David Sweat, en 2015. Pero dentro del sistema penal de Nueva York, Clinton es conocido por la violencia brutal entre los internos.

Vi internos tajearles el rostro a otros internos con pequeños trozos de metal o plástico afilados a mano, en los corredores, en el comedor, en los pabellones. El mejor lugar y el más seguro para usar el teléfono era el gimnasio, al que solo teníamos acceso una vez al día, día por medio. De lo contrario, el único otro lugar permitido era el patio.

En Clinton, el patio semeja la estructura del Coliseo romano: una zona central llana cubierta de arena, rodeada de una gran elevación de tierra surcada por pasillos de tierra e hileras de gradas de piedra, donde hay pequeños espacios delimitados por tabiques de madera terciada. Se debe optar por estos espacios y nunca quedarse en el llano. Nueve de cada diez veces, con temperatura infernal en verano o bajo cero en invierno, si te quedas en el llano, te arriesgas a quedar atrapado en medio de un enfrentamiento de bandas, ahogado en el gas pimienta que los guardias arrojan desde las torres para dispersar el tumulto.

No había manera de evitar el paisaje hostil. Si quería hacer ejercicio, nevando o con sol, o hablar por teléfono para distenderme, tenía que salir. Me encontré pasando más tiempo en la celda, tecleando en mi máquina Swintec, escribiendo ficción y poesía, siempre anhelando contar con una manera más segura de comunicarme con el mundo al otro lado del alambrado de púas.

En julio de 2019, el Departamento Correccional de Nueva York introdujo el programa de uso de la tablet, con el propósito de brindarle a la población carcelaria acceso a música y películas, libros electrónicos, y una plataforma de correo electrónico segura para comunicarse con familiares y amigos. Este último recurso, en particular, demostró influir positivamente en la disminución de la tasa de reincidencia.

young person on a phone

Fotografía de Nick Fancher/ Unsplash. Usado con permiso.

En Clinton, los puntos de acceso a internet se instalaron en los fregaderos, unos espacios de aspecto tan desagradable como su nombre. El fregadero es una celda del tamaño de un armario, con una pileta industrial para lavar trapos de piso y mopas, y clavos y ganchos torcidos para colgar escobas y plumeros. Es un lugar horrible, oscuro y plagado de cucarachas. Y yo soy tremendamente fóbico a las cucarachas.

Por suerte, no es necesario tener conexión a internet para escribir los correos. La aplicación permite redactar los mensajes y guardarlos en la carpeta Borradores para su posterior edición o bien, en la bandeja de salida. Cuando uno conecta la tablet a la red, los mensajes en bandeja de salida se envían automáticamente, y el correo entrante aparece en la bandeja de entrada.

Sin pérdida de tiempo, me comuniqué con la tía de Harmony, Shayna, quien me puso al día con noticias de la familia en una serie de correos: “Me apena mucho la situación de la pequeña Harmony”, escribió en uno de los correos.

Harmony había sido adoptada. Sarah ya no estaba autorizada a hacer visitas supervisadas, pero Harmony hablaba por teléfono con ella, con su tía Shayna y sus primos pequeños. Le rogué a Shayna que le explicara a Sarah cómo crear una cuenta en JPay, la plataforma de correo que se usa en el penal.

Aún debí esperar toda una semana para recibir la respuesta. El reglamento establece que cada interno puede conectar su tablet a internet una vez por semana, durante quince minutos. Al principio, los funcionarios del penal nos trataban mal cuando venían a abrir las celdas para que fuéramos hasta el punto de acceso a internet. El sentimiento colectivo de los funcionarios era que no querían que tuviéramos tablets.

Eso a mí me tenía sin cuidado. La inmediata satisfacción al enviar un correo sabiendo que la otra persona lo recibe al instante es un sentimiento poderoso. Además, necesitaba enviar correos para reconectar a mi familia. Decidí arriesgarme a hacer lo que llamábamos “robar conexión”, aun sabiendo que me exponía a recibir una sanción disciplinaria que podía significar perder mi tablet. La acción consistía en conectar la tablet a internet sin la autorización de un funcionario del penal.

Me calzaba la tablet en la cintura del pantalón y caminaba hasta el comedor, inclinándome levemente hacia adelante para evitar que el dispositivo resbalara. Elegía la mesa que recibe la orden de salir primero y, en el trayecto de regreso, me las arreglaba para encabezar la fila. Ya en el pabellón, subía la escalera corriendo, adelantándome a todos los demás, incluido el funcionario que debía abrir las celdas. Me escabullía dentro del fregadero donde estaba la conexión a internet, conectaba la unidad USB a la tablet y esperaba que se estableciera la conexión a internet. “¡Vamos, vamos, vamos!” susurraba en la oscuridad, atento a las cucarachas y al sonido de pasos subiendo la escalera. “¡Vamos, vamos, vamos!”.

Luego salía sin ser visto y me mezclaba con el resto de los internos que volvían a sus celdas.

El 15 de diciembre de 2019, recibí un efusivo mensaje de Sarah: “¡Harmony es igualita a ti! jajaja Tu mismo color de piel, tus ojos… ¡es como tú en versión femenina!”.

Leí el mensaje de Sarah miles de veces y supe, en ese momento, que la alegría que inundó mi celda ese día me sostendría hasta que ella me pusiera en contacto con Harmony.

Habrían de pasar varios meses antes de que esa comunicación se concretara. El 21 de julio de 2020, Harmony, con doce años, inició sesión en la cuenta JPay de Sarah: “Hola… soy Harmony. Me muero de ganas de conocerte. No sé mucho qué decir, pero te amo y te amaré siempre. No sé si podrás verla, pero te envié una foto. ¡Ay, no! No vi el botón enviar en la parte superior”.

Esa noche estuve despierto hasta las tres de la mañana, sin apartarme del teclado: “Harmony, detesto sonar cursi o estilo Darth Vader, pero… soy tu padre y te amo”.

Tomé la decisión de que nuestra relación no podía comenzar basada en mentiras, porque una vez que tus hijos descubren que les ha mentido, crecen con resentimiento. Le conté por qué Sarah y yo nos separamos, y que yo no la había abandonado. Le expliqué claramente por qué estaba preso, mi reflexión de por qué había sucedido y por qué jamás debí haber hecho lo que hice. Le dije que había sido conocido en el barrio como el rapero 5 Starrz, pero que ahora era escritor y tenía planes de autopublicar un libro. Le agradecí que dijera que me amaba, porque mi temor era que me odiara. La llamé mi pequeña reina y me despedí diciéndole: “¡Espero que este mensaje ayude a levantarte el ánimo! Ya no estás sola. Te amo desde lo más profundo de mi ser”.

young person on a phone

Fotografía de Lombe K/Unsplash. Usado con permiso.

Harmony respondió: “Me puso triste saber que pensaste que te odiaba. Nunca te odié, y tampoco a mamá. Cuando era más pequeña no entendía por qué las cosas eran así, pero ni una sola vez pensé en odiar a las personas que amo”.

Desde julio 2020, hemos estado en comunicación permanente. He aprendido a descifrar su lenguaje lacónico, cargado de acrónimos. Me contó que su rapero favorito el Pop Smoke, que le gusta diseñar peinados que combinen con la vestimenta y me pidió que “siempre la tomara en serio”. Yo aguardaba con expectativa sus largos mensajes, estilo flujo de conciencia, acerca de todo y todos los que la enojaban o la deprimían, que ella titulaba “No lo tomes muy en serio”. 

Debo confesar que sus desahogos me sumían en lugares oscuros donde me sentía impotente, aunque esa misma impotencia me daba un propósito. Cuando leía las numerosas injusticias que mi hija había sufrido, desde muy pequeña, por la imprudencia e insensatez de quienes se suponía que eran adultos responsables, me invadía la culpa y la ira. Podría haberme desquitado con un interno que no lo merecía o con un funcionario del penal, lo cual no hubiera servido de nada. En cambio, busqué la manera de canalizar mi enojo. Le conté lo difícil que había sido mi propia infancia, lo angustioso de estar en prisión y que entendía muchas de las cosas que le pasaban. “Sé lo que es sentirse atrapado, solo, sin nadie con quien hablar excepto una página en blanco”.

En un momento dado, me quedé sin sellos electrónicos. Cuando nos entregaron las tablets, cada sello costaba cuarenta y seis centavos. En comparación, la paga por el trabajo en la cárcel es entre diez y sesenta y cinco centavos por hora, de modo que los sellos eran muy caros. Desde entonces, el costo de los sellos se redujo a doce centavos por sello, gracias a los reclamos de familiares y grupos que abogan por los derechos de la población carcelaria. Los grupos de activismo insisten en que los servicios de correo seguro como JPay deberían ser más baratos o directamente gratuitos para los reclusos, habida cuenta del beneficio social que brindan.

Valoro su preocupación y, por supuesto, reconozco que en algunos estados el costo del servicio JPay es aún más alto. Pero cuando pienso en JPay, lo que prima en mí no es el costo, sino el agradecimiento al Departamento Correccional por ponerse en contacto con esta empresa y facilitarnos las tablets y el servicio de correo. Claro que, a veces, me gustaría que las tablets fueran de mejor calidad y sin fallas, y no tener que esperar días para recibir mensajes largos. (Esto hace más difícil mi intercambio con los editores cuando escribo textos que van a ser publicados). Quizá sería mejor que no fuera un monopolio y que se convocara a otra empresa a fin de conseguir precios más competitivos. En el mundo empresarial de Estados Unidos, para poder operar y brindar un servicio, alguien tiene que ganar dinero. Pero yendo a lo concreto, cualquiera sea el proveedor o el costo, no hubiera podido crear un vínculo con mi hija sin contar con esta tecnología.

Sigo preocupado por mi hijo, Ameer, de veinticuatro años, con quien he tratado de establecer contacto de manera similar, pero sin resultado. No pierdo la esperanza de comunicarme con él algún día; quiero que también él sepa que lo amo.

Por otra parte, comencé a cumplir mi sueño de ser escritor profesional. En 2023, envié textos a estos tres sitios: Prison Journalism Project (el proyecto periodístico del penal), a PEN America y al Literary Hub (Rincón literario).

Escribí los tres textos en la tablet y luego, con los editores, trabajé en los textos vía correo electrónico. La tablet me permitió tener una carrera y entablar relaciones profesionales que podré cultivar cuando salga de prisión. Ahora, cuando Harmony googlea a su papá, ve a alguien que es mucho más que un recluso, aun cuando yo siga en prisión: ve a un escritor con largas rastas. Cuando hablamos por teléfono me dice que todavía tengo estilo. Se siente lo bastante orgullosa de mi historia de superación personal para mostrarle a sus amigas la presentación que hice en YouTube sobre educación superior en la prisión, grabada en vivo a través de Webex. (Me sentí muy bien cuando pude decirle que como hombre negro había hecho historia: hasta donde yo sé, fui el primer neoyorquino que hizo algo así).

Mirando en pantalla otra serie de fotos que Harmony me envió, donde se la ve casi adulta, no puedo evitar sentirme orgulloso de que realmente parece que fuera yo mujer. Aunque, en mi opinión, es aún mejor que también se parece a su madre. Lo más importante es que ahora sabe que la amo y que siempre la amé, incluso en esos años en los que no pudimos estar en contacto.

En mi caso, JPay ayudó a reconectar una familia. Y recuperar la armonía no tiene precio.


Traducción de Nora Redaelli.

  • Evangelio

    Related Posts

    Buscando y esperando al Señor por Christoph Friedrich Blumhardt

    La historia de los reyes magos destaca para nosotros, hasta el día de hoy, y alabamos al Espíritu de Dios porque nos dice algo. En esta historia tenemos una vista…

    una historia de libertad por Heinrich Arnold

    Libertad: palabra llena de grandeza y magnetismo, universalmente venerada, celebrada y hecha consigna; a ella le cantamos y por ella peleamos. Pero ¿cuándo fue la última vez que nos detuvimos…

    Deja una respuesta

    Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

    You Missed

    Iglesia dona 25mil dólares para eliminar deuda médica familiar

    Iglesia dona 25mil dólares para eliminar deuda médica familiar

    ¿Puede un cristiano hacerse un tatuaje?

    ¿Puede un cristiano hacerse un tatuaje?

    5 mitos sobre el matrimonio que no son bíblicos

    5 mitos sobre el matrimonio que no son bíblicos

    Meta restablece libertad de expresión y ventajas cristianas

    Meta restablece libertad de expresión y ventajas cristianas

    La tecnología y el rol parental desde la prisión por Robert Lee Williams

    La tecnología y el rol parental desde la prisión por Robert Lee Williams

    La ciencia ve evidencias de la existencia de Adán y Eva

    La ciencia ve evidencias de la existencia de Adán y Eva