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La trampa de la autonomía por James R. Wood


Recuerdo el momento en que me dije que no volvería a hablarle a mi papá. Tenía dieciséis años y los padres adoptivos de mi papá acababan de sorprenderme con mi primer coche: un Geo Tracker usado, amarillo brillante (que pronto cambiaría por una camioneta). Después de un ligero desacuerdo, nos separamos en vehículos distintos y condujimos de regreso a la casa de mi madre. En el otro coche mi padre iba bebiendo mientras trasladaba a mi hermano pequeño, y yo conducía mi coche nuevo con su nueva esposa. Cuando llegamos a lo de mi madre, ella reprendió a mi padre porque íbamos con mucho retraso (en aquella época no teníamos teléfonos móviles) y ella notó el alcohol en su aliento. Él se bajó y le gritó. Y luego tomó mis llaves y me dijo que iba a decir a mis abuelos que yo no quería el coche. Por primera vez en mi vida, puse en palabras la ira que había guardado por años: “Fuera de aquí. No puedes tratarnos así. No te necesitamos”.

Provengo de una estirpe de desertores de relaciones. Durante mi infancia, casi todos en mi vida se habían divorciado al menos una vez, las relaciones de la familia ampliada eran tensas, las amistades a largo plazo no existían y las mudanzas eran frecuentes. A lo largo del tiempo llegué a asumir un concepto de libertad que había destruido la vida de muchos en mi entorno y que amenazaría con destruir la mía también: la idea generalizada de libertad como una elección sin restricciones. Dado que esto es imposible, la única opción era una versión más accesible: la capacidad de abandonar compromisos y relaciones en cualquier momento en que se volvieran complicados. La libertad es el permiso para abandonar cuando las cosas se ponen difíciles. Vivir según el mantra de Robert de Niro en Fuego contra fuego: “No dejes que te ate nada que no estés dispuesto a abandonar en exactamente treinta segundos si sientes el fuego cerca”. Si las complicaciones aparecen, no te preocupes. Siempre puedes marcharte.

Todas las fotografías de Yalim Vural. Usadas con permiso.

Al final, me di cuenta de que dicha libertad me dejaba a mí y a algunos de aquellos que amaba sin libertad para amar y ser conocidos en el amor. Más aún, este enfoque de la libertad es una forma de daño autoinfligido que también daña a aquellos que dependen de uno.

Andrew Root explica en su obra maestra The Children of Divorce, que el divorcio afecta a los niños en un nivel fundamental. Sus recuerdos se empañan y sus relaciones familiares se desgastan. ¿Realmente tuvimos momentos felices? ¿Alguna vez fuimos una familia amorosa? ¿A qué primos podemos ver ahora? ¿Adónde iremos en las vacaciones? ¿Cómo atravesamos la experiencia del cotilleo familiar sobre nuestros padres? ¿Debemos elegir un bando? ¿Dejaremos de tener relación con una parte de la familia si vivimos con uno de nuestros progenitores, por oposición al otro?

Los niños siempre complican las cosas, en especial, las teorías sociales que están esencialmente basadas en el individuo autónomo. Los hijos exponen la mentira de que somos principalmente individuos que solo ingresan voluntariamente en relaciones según un egoísmo racional. La naturaleza involuntaria de las cosas más importantes en la vida puede experimentarse tanto para bien como para mal. No, no somos libres de elegir a nuestros padres, y eso es algo bueno: no elegimos venir al mundo; nuestra existencia es el regalo puro que nuestros padres nos hacen.

Pero lo no elegido también puede ser una maldición. En el divorcio, los hijos no son libres de crecer en una familia intacta. Y las cosas a menudo (aunque no siempre) empeoran con la introducción (y, con frecuencia, el rápido abandono) de nuevas alternativas parentales. Yo había esperado que Michael, el primer esposo de mi madre después de mi papá, nos cuidara, nos demostrara a mi hermano y a mí la calidez que mi padre jamás tuvo y que fuera una persona segura para mi mamá. Quiero decir, hasta tocaba la guitarra. Solíamos cantar juntos. Pero los estallidos emocionales comenzaron pronto y se volvieron recurrentes. Y entonces, un día se fue. Cuando, un par de años después, John entró en escena, yo ya había levantado mis defensas y lo mantuve a distancia, con la certeza de que las cosas no funcionarían y de que él también nos abandonaría. Lo que acabó por suceder. Las mudanzas frecuentes y los varios matrimonios significaron que las relaciones siempre estuvieran en período de prueba, siempre condicionales. Mejor sabotear el rechazo negándose preventivamente a vincularse.

Como explicó C. S. Lewis claramente, los vínculos nos vuelven vulnerables: “Amar es ser vulnerables. Amemos cualquier cosa y nuestro corazón se estrujará y probablemente se romperá”. Esto es inevitable. Algunos, sin embargo, pronto y con frecuencia son confrontados con esa lección. Aprendí que el amor no es seguro. El compromiso no es real. Lo que es seguro es la independencia insensible, especialmente con respecto a esas figuras parentales. Y para mí, eso comenzó a filtrarse hacia otras relaciones.

Nos mudábamos más o menos una vez al año y, por lo tanto, yo siempre era el “chico nuevo”. Eso significaba que con frecuencia debía pasar una prueba de admisión para integrar grupos de amigos. Yo no era especialmente divertido ni genial, intentaba congraciarme con los otros permitiéndoles copiar mis tareas; porque, al menos, era un alumno respetable. Más tarde, me haría amigos a través del básquetbol, que se volvió mi primer amor. Cuando las cosas se volvían difíciles en una amistad, como inevitablemente sucede, de inmediato abandonaba la relación, a sabiendas de que probablemente, de un modo u otro, pronto nos mudaríamos.

Cuando estaba en octavo grado, vivía con la familia de mi mejor amigo, lo que me permitía terminar el año académico antes de reincorporarme a mi familia, que se había mudado a una nueva ciudad. Justo antes de uno de nuestros juegos de básquetbol, discutí con él y, en lugar de resolver el asunto, llamé por teléfono a mi mamá y le pedí que fuera a buscarme para llevarme a nuestra nueva casa.

Estaba convencido de que el compromiso era para los tontos. Pero lo que finalmente comprendí fue que esa “seguridad” no era tan segura, después de todo. ¿Alguien me había conocido alguna vez? ¿Me conocía yo? ¿A quién estaba vinculado de un modo perdurable? ¿Había algo estable? ¿Alguien permanecería a mi lado? ¿Soy sencillamente imposible de amar? ¿Estamos todos solos?

Lewis estaba en lo cierto, la seguridad a través de la insensibilidad no es, en absoluto, una seguridad real:

Si uno desea asegurarse de que [el corazón] se mantenga intacto, no debe dárselo a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que envolverlo cuidadosamente con pasatiempos y pequeños lujos; y evitar cualquier enredo. Hay que encerrarlo de un modo seguro en el ataúd o féretro del propio egoísmo. Pero en ese ataúd, seguro, oscuro, inmóvil, sofocante, cambiará. No se romperá; se volverá irrompible, impenetrable, irredimible.

Me entregué cada vez más a los estudios y a los deportes, y durante todo ese tiempo huía de relaciones difíciles. Me volví más y más ansioso. Mantenía a las relaciones sometidas a prueba permanente y jamás alcanzaba la otra orilla del conflicto. Así, me puse excesivamente a la defensiva ante los otros. Puesto que no tenía experiencia real de compromiso, cada relación me parecía frágil y, por lo tanto, cada conflicto, existencial.

Durante la mayor parte de mi infancia, fuimos pobres y estuvimos aislados. Al mudarnos todo el tiempo y habiendo roto los puentes hacia el resto de la familia, nuestro pequeño mundo consistía en nuestro módulo de tres personas: mi mamá, mi hermano y yo mismo. Eso condujo a una sensación constante de crisis. Cuando surgían las dificultades financieras, parecía que estábamos a punto de quedarnos sin hogar. No exagero. Pasamos años en hogares grupales; luego, por un breve período, no tuvimos ningún tipo de condición de vida que fuera segura. En lo profundo, comencé a creer que nadie se interesaba por nuestros problemas y que estábamos solos. Como hijo mayor, esto me pesaba mucho, especialmente debido a que mi hermano padece una incapacidad bastante grave. ¿Quién se haría cargo de todos, si no yo?

Esto me trae de vuelta a mi papá. Él no sabía realmente cómo cumplir el papel de padre. Jamás conoció a su propio papa y fue abandonado por su madre cuando él era pequeño. A lo largo de su vida luchó contra la adicción a sustancias y contra la ira, lo que no desapareció cuando, a sus veintidós años y habiendo abandonado la secundaria, le presentaron a un bebé: yo. Nuestra relación siempre fue tensa y, en algún momento al principio, adopté el mantra interno: “No te necesito. No puedes lastimarme porque, de todos modos, nunca te necesité”. Yo iba a encargarme de mí y de mi familia, según creí. Si uno quiere liberarse de la dependencia de los otros, no puede ser una carga para ellos. Y así también se deslizó un sutil mantra secundario: “No seas una carga”. Jamás quise necesitar a otra persona y asumí que mi vida dependía de mí. En tanto niño con algo así como una disposición hacia la responsabilidad, me fue bastante bien durante la primaria y la secundaria. Podía hacer la tarea y, la mayoría de las veces, salir adelante. “No te metas en problemas y estarás bien”. Mi padre y yo no nos hablamos por años.

Llegué a asumir un concepto de libertad que había destruido la vida de muchos en mi entorno y que amenazaría con destruir la mía también: una elección sin restricciones.

Saltemos a la etapa de la universidad, cuando ya estaba al límite de mis fuerzas. Había ingresado en una buena universidad, pero estaba sobrepasado. Y mis carencias relacionales se estaban volviendo imposibles de ignorar. Al final de mi primer año, luchaba con una depresión profunda. Estaba rodeado de mis pares, especialmente en tanto miembro de una fraternidad y, sin embargo, me sentía completamente solo. Y no era necesariamente la culpa de los otros. No sabía cómo conectarme; el conflicto me molestaba demasiado y seguía escapando del compromiso. Incluso me descubría en fiestas intentando encontrar rápidamente una forma de salir de las conversaciones, porque me había quedado sin cosas ingeniosas para decir y no quería cargar a otros con mi presencia. En la película Alta fidelidad, el personaje que interpreta John Cusack dice: “No estoy comprometido con nada… y eso es simplemente suicidio… en dosis pequeñitas, pequeñitas”. Esas dosis pequeñitas finalmente cobraron impulso en mi vida y generaron pensamientos suicidas.

A aquellos que no provienen de un entorno similar, probablemente les cueste comprender cómo es no tener ninguna base relacional sólida desde la cual abordar el mundo. Las personas que provienen de entornos similares al mío son relacional y psicológicamente deficientes. No estamos “bien adaptadas”. Esto puede hacer que reaccionemos rápidamente de forma defensiva. Cuando uno tiene tan poco adonde recurrir, cuando uno siente que está flotando solo en este mundo, el rechazo parece más existencial. Uno intenta a menudo insensibilizarse a modo de sobreprotección, pero acaba teniendo, a la vez, la piel fina. Entonces, puede quedarse cada vez más solo. En ese camino me encontraba. Y algunos de los miembros de mi familia habían tomado caminos similares, con diferentes puntos de inflexión. “No puedes ser débil; no seas una carga; estás solo; déjenme solo”.

Una vez más, había hecho esta lógica extensiva a todos: “No te necesito”. Y esta lógica a mí: “No seas una carga”. Eso me estaba causando ansiedad, soledad y sentimiento de ingratitud. Jamás quise pedir ayuda, pero, a la vez, estaba cada vez más confundido acerca de las relaciones. No podía descifrar por qué las cosas se estropeaban tan seguido, por qué no podía conectarme y mantener amigos, por qué me ponía tan a la defensiva. Comencé a volcarme hacia dentro, pero lo que encontré allí no me proporcionó respuestas ni soluciones. Fue entonces cuando la depresión me golpeó.

Di por sentado que la seguridad requería libertad de los otros: libertad del compromiso, algo lo más cercano posible a una autonomía material y psicológica. Pero la libertad de los otros me había dejado esclavizado a un yo desconectado y vacío. En esa época se volvió evidente que la libertad que estaba buscando resultó ser absoluto aislamiento. Quizá simplemente podía quitarle al mundo la carga de mi presencia.

Y fue entonces cuando encontré a Dios. Un misionero del campus, llamado Ben, había visitado mi fraternidad y se había ofrecido a reunirse con muchachos que quisieran hablar de Dios, realidades espirituales, etc. Le di mis datos de contacto y nos reunimos varias veces a tomar un café. Lo que comenzó a impactarme fue que él continuaba acercándose a pesar de que estaba claro que yo no podía ofrecerle nada. No había nada que él necesitara de mí. Solo estaba ahí y le importaba. Me preguntaba sobre mi vida e intentaba ayudarme a pensar acerca de Dios. En uno de mis momentos más oscuros de ese año, me preguntó si estaba feliz con mi vida. Fue una pregunta directa, casi ofensiva, pero absolutamente oportuna. Respondí negativamente y me preguntó si deseaba que eso cambiara. No me vendió la religión como un parche ni como una afirmación intelectual. En lugar de eso, me invitó a acompañarlo en un viaje de verano con un grupo de estudiantes universitarios cristianos. Estaba al borde del abismo. Acepté.

Ese verano conocí a Cristo, a través de la comunidad de esos amigos. Observé cómo se amaban los unos a los otros (Jn 13:35). Fue su hospitalidad hacia mí lo que rompió mis defensas. Pregunté a muchos de ellos: “¿Por qué son así?” Y, con variaciones particulares, todos respondieron hablando de Jesús. Por encima de todo, parecían estar conectados, parecían arraigados: eran personas que habían conocido la seguridad de la conexión con Cristo, y esa posición segura abría la posibilidad de relaciones reales con otros. Ese verano dediqué mi vida a averiguar quién era ese Cristo y qué significaba seguirlo.

Di por sentado que la seguridad requería libertad de los otros. Pero la libertad de los otros me había dejado esclavizado a un yo desconectado y vacío.

Lo que recibí fue a mí mismo. Se me concedió a mí mismo. Se me concedió una comunidad verdadera y una causa por la que valía la pena vivir. Me di cuenta de que no me pertenezco, sino que pertenezco en cuerpo y alma a mi Salvador, quien dio su vida por mí. Mi respuesta adecuada de gratitud por ese gran don inmerecido es honrarlo con mi vida y servir a otros. Y en esa nueva vida encontré el compañerismo. No puedo explicar cuánto ha significado la Iglesia para mí. Sé que hay personas ligadas a mí, y yo a ellas. No estoy solo. Como Jesús prometió, he recibido ahora, “casas, hermanos, hermanas, madres” (Mc 10:30). Sé que, aunque traiga cargas, como todos traemos, mis hermanos me ayudarán a “llevarlas” (Ga 6:2). No debo cargarlas yo solo. Debo vivir. Debo estar conectado. Debo ser agradecido.

Creo que mi padre luchó por comprender esto. Poco después de mi conversión, nos reconciliamos. Esa reconciliación es uno de los dones más profundos de mi vida, que Dios me dio. Cuando me hice cristiano, mi corazón se suavizó hacia mi padre. Comencé a considerar el quebrantamiento que había padecido, y anhelé mostrarle compasión del mismo modo que yo había recibido una compasión inmerecida. Así que comencé a acercarme e intenté hacer contacto. Una noche, meses después, tuvimos una conversación franca y profunda y los dos pedimos perdón. Luego, un par de años más tarde nos sorprendió a mi prometida y a mí con un costoso regalo. Era camionero y había ahorrado durante meses. Quería pagar los gastos de nuestra luna de miel. Era un símbolo de que estaba intentando ser un papá. Era él quien se movía hacia el vínculo, pues su vida había estado incluso más aislada que la mía.

Las cosas continuaron mejorando entre nosotros y a mis dos primeras hijas les encantaba jugar con su “Pawpaw”. Los otros dos y el que está en camino jamás lo conocerán porque, mientras conducíamos a través del país para que yo pudiera iniciar mis estudios de doctorado, recibí una llamada en la que me avisaban que se había quitado la vida. Todavía no lo comprendo realmente y no lo he procesado del todo. Pero sé esto: me siento profundamente afligido, porque dejó pasar la posibilidad de vincularse con nuestros hijos ―que lo amaban― y bendecirlos. Creo que creyó que era una carga para el resto de la familia y no pudo ver mucha esperanza en lo que le quedaba de vida. 

Pero para nosotros no era una carga; era un don. Ojalá lo hubiera comprendido. Desearía que otros que luchan solos y deprimidos pudieran conocer la libertad de amar y saber que son conocidos en el amor. Y que él hubiera podido conocerla.

Esa es la libertad para la que Cristo nos liberó: la libertad de amar. Descubrí esto en Cristo y en la familia creada por su cruz (Ef 2:11-22). Lo que yo necesitaba no era libertad de los otros, reservándome una cláusula de opción para cada relación. Lo que necesitaba era una relación con aquel que está “más cerca de mí que yo mismo”, como dijo Agustín, y cuyo amor me libera para conocer a otros y ser conocido por ellos, una libertad que conduce a un servicio de unos a otros (Ga 5). Necesitaba la libertad en la hermandad, no libertad del compromiso ni de la obligación. Estoy tan contento por haberla encontrado en la Iglesia. Es lo que pido para los otros en mis oraciones, lo que deseo para todo el mundo cuya “libertad” alcanzada se ha vuelto agria, cuya falta de aguante los ha llevado al final de sí mismos. No nos pertenecemos; no estamos solos.


Traducción de Claudia Amengual.

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