Es un retrato común de un hombre que se marcha. Viste una boina con visera y lleva una pieza de equipaje en cada mano. Nadie diría que se trata de un retrato. Parece una foto que alguien tomó por casualidad, o una imagen al fondo de la foto de alguien más. De hecho, ese hombre da la espalda a la cámara. Mira hacia la izquierda, como si estuviera observando antes de cruzar la calle. Camina a lo largo de una explanada de hormigón y tras él hay una torre de alta tensión, un área con césped, un cartel borroso y una pared de ladrillos.
Es una de las fotos más famosas en la historia de una pequeña nación.
Augusto Roa Bastos es considerado, por amplio consenso, el mayor escritor que la República de Paraguay haya dado. “Roa Bastos significó el ingreso de Paraguay en la literatura universal”, oirá un niño en la escuela. Él es ese hombre que se ve a la distancia, con la espalda vuelta hacia la cámara, caminando y observando su entorno. Probablemente esté nervioso en esa fotografía, porque unos agentes del dictador acaban de decirle que abandone el país. La explanada de hormigón es parte del cruce de frontera que conecta con la ciudad argentina de Clorinda, al otro lado del río desde Asunción, la capital paraguaya. Está a punto de iniciar un exilio que durará ocho años.
De hecho, este no será el primer exilio de Roa Bastos. A los treinta, huyó del país después de la fallida revolución de 1947, que intentó derribar la dictadura de ocho años del general Higinio Morínigo. Cientos de revolucionarios cruzaron el borde para evitar el arresto o la ejecución. Roa Bastos fue a Buenos Aires y, finalmente, se estableció en Francia.
Descubrí esta foto el verano pasado en Asunción, mientras estaba pasando un mes con mi familia, en el lugar donde nací. Allí leí la novela autobiográfica de Roa Bastos, El fiscal, donde narra la vida de un exiliado político que trama asesinar al dictador que lo forzó al exilio. Y mientras estaba allí, visité librerías en busca de otro libro: las memorias de la revolución de 1947 escritas por mi tío abuelo.
Al igual que Roa Bastos, el coronel Alfredo Ramos participó en la revolución de 1947. Entre 1932 y 1935 había luchado en la guerra del Chaco, en la que Paraguay resultó victorioso. En 1947 fue convocado por una facción militar apostada en la ciudad norteña de Concepción, donde se le pidió que se uniera al levantamiento contra Higinio Morínigo. Ramos evaluó la situación y llegó a la conclusión de que el levantamiento tenía pocas probabilidades de éxito. Dijo que no. Pero al día siguiente, después de que los militares tomaron Concepción, fue convocado una vez más, y esa vez el coronel aceptó. Lideró a los revolucionarios en una batalla clave en la ciudad de Tacuatí, y fue promovido al rango de brigadier general. La revolución no triunfó, motivo por el cual la portada de sus memorias, Concepción 1947, hace referencia a su rango previo a la revolución; iba a morir siendo coronel. Al igual que Roa Bastos, el coronel escapó: cruzó la frontera hacia Brasil y luego se estableció en Buenos Aires, Argentina.
Concepción 1947 no se encuentra fácilmente. Recuerdo haberlo visto cuando niño en mi casa de Asunción. Pero después de varias mudanzas, ya no fue posible encontrarlo en casa de mis padres, en Estados Unidos. Recuerdo la portada satinada. Debió de ser una publicación de los ochenta o los noventa. En lo que a mí concierne, la editorial ya no existe. Ninguna de las librerías pudo encontrar el libro en su catálogo. Como desconfío de los sistemas informáticos paraguayos, me aseguré de visitar varias tiendas de la cadena más grande ―El Lector―, pero no encontré nada. Recién una semana después de iniciada mi búsqueda, se me ocurrió ir a las librerías de viejo.
“Los paraguayos no leen” es un dicho que había oído desde niño. Las estadísticas oficiales estiman que el paraguayo promedio lee 0,25 libros al año. No culpo a Paraguay por esto. Un padre fundador, y primer dictador de la nación, el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, clausuró el seminario católico y desalentó la educación superior. A pesar de que Rodríguez de Francia era un hombre de la Ilustración, católico no practicante y lector de Voltaire, se aseguró de que la literatura fuera censurada en la naciente república.
Los dictadores que vinieron después siguieron su ejemplo: gobernaron tratando al pueblo como a niños analfabetos. ¿De dónde provendrían aquellos libros usados? ¿Quién los habría leído? La única librería de viejo en Asunción que conocía ―la una vez célebre librería Comuneros, en el centro de la ciudad― había cerrado años antes. Para mi sorpresa, Google Maps encontró otras en la ciudad. Una tarde de domingo, fui hasta una de ellas.
El cartel en la puerta era la única indicación de que estaba entrando en un establecimiento comercial, pero se trataba, en realidad, de una casa. De hecho, la casa de alguien. En la actualidad, Asunción es una ciudad de edificios altos y centros comerciales; las casas de los ricos están rodeadas por muros de ladrillo o cercas eléctricas. Esa pequeña casa era de épocas anteriores. Un laberinto de estanterías de altura y largo diversos forjaba espacios al azar bajo el alto techo colonial. Arriba, en el tejado, el clima había vuelto negras y verdes las antiguas tejas de barro anaranjado. Abajo, el aire estaba cargado con polvo y moho. Era una casa vieja, y un hombre viejo vivía en ella. Tenía dos asistentes. Uno estaba ocupado con una pequeña caja registradora sobre una alta mesa de madera. Otro hurgaba por toda la tienda, con su cuello estirado y arqueado hacia adelante, como si estuviera ante un libro. Me miró con recelo las dos veces que fui a la tienda. Creo que era el hijo del dueño, el hombre viejo sentado en la silla con varios libros apoyados en la media esfera de su abdomen. Se puso de pie cuando llegué. No mucha gente iría a la tienda un domingo. Luego comenzó a hacerme preguntas. Asunción es una ciudad pequeña y la mayoría de las personas tiene algún tipo de parentesco.
“¿De dónde es usted?”. En Paraguay es posible hacer preguntas indiscretas sin sonar grosero. Después de un breve intercambio, ya tenía la información necesaria para decirme: “Conozco a su padre. Solía venderle libros”.
El viejo se llamaba Don Brabant y era librero por vocación. Era también un hombre valiente. En la década de los setenta, cuando mi padre era un estudiante de secundaria, y luego universitario, una época en que los libros no se conseguían fácilmente, Don Brabant era su referente. Más importante aún, los setenta fueron el momento de la peor represión por parte del gobierno del general Stroessner. Fue la década de la Operación Cóndor: el esfuerzo coordinado ―con el apoyo de la CIA― de la policía secreta de Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay para erradicar de América del Sur a todos los elementos izquierdistas ―reales o imaginarios―, lo que incluyó la desaparición de miles de personas, así como el encarcelamiento y la tortura de muchas más. En esa época, Roa Bastos y muchos otros escritores escaparon del continente o vivieron bajo el miedo.
Yo le traía ahora dos solicitudes a Don Brabant. Primero: ¿tiene usted un ejemplar de Concepción 1947, las memorias sobre la revolución escritas por Alfredo Ramos? Segundo: ¿puedo hacerle una entrevista para que me cuente cómo era ser librero durante la dictadura de Alfredo Stroessner?
En respuesta a la primera solicitud, Don Brabant comenzó a rastrear en sus estantes, arriba y abajo, indicando un extremo en la parte alta y baja de varios estantes para que su hijo ―el silencioso hombre con cuello de cisne que me había estado observando desde mi llegada― le alcanzara los libros entre los que él creía podría estar el que yo estaba buscando, pero no pudo encontrarlo. “Sé cuál es el libro”, me dijo y de inmediato me mostró una foto del libro en su teléfono. “No creo que tengamos uno; pensé que teníamos”, dijo Don Brabant. Encontró otro libro acerca de la revolución de 1947 y varios libros escritos por un historiador de apellido Ramos, que no era el coronel. “Lo encontraré y le avisaré por WhatsApp. Cuando venga a recogerlo, podemos hacer la entrevista”.
El hombre de la caja registradora agregó: “Encontraremos el libro. Don Brabant ya ha dado entrevistas para la radio”.
En El fiscal, Roa Bastos hace que su protagonista exiliado se pregunte si en las naciones latinoamericanas que sufrían la dictadura se estaban escribiendo libros. Su mejor opción, cree, es soñar que se hacen realidad:
Nada sabía de lo que se estaba escribiendo actualmente en los países latinoamericanos, la mayor parte de ellos sometidos a dictaduras, a persecuciones y represiones de toda índole. Sus culturas de la resistencia, pugnando por sobrevivir, poco podían hacer por un arte y por una literatura que no sirvieran más que de esparcimiento para niñas de las clases acomodadas. No tenían ninguna utilidad práctica inmediata. No existía. Inventaba yo esos libros de autores contemporáneos que estaba obligado a leer, pero que probablemente nunca iba a leer ni nunca serían escritos. Me llegaban algunos nombres, algunos libros. No sabía quiénes eran. No tocaba esos libros que apestaban a exilio interior, a asfixia represiva.
De hecho, durante la era de Stroessner los escritores y los artistas florecieron. En la actualidad, esos mismos escritores han sido en su mayor parte olvidados más allá de un pequeño círculo de lectores devotos. El liberal José Luis Appleyard escribió poesía modernista mientras se ganaba la vida como editor de periódicos. Elvio Romero, un gran poeta comunista, escribía desde el exilio. Josefina Plá escribía ensayo y ficción, y se volvió (entre otras cosas) la gran historiadora crítica de las cartas paraguayas. Carlos Colombino pintaba versiones abstractas, neocubistas de los rostros del poder, incluido el mismo general. Las revistas importaban, las ideas importaban, hasta la poesía importaba. Al menos, en Asunción, donde una tasa más alta de alfabetización con respecto al resto del país y una relativa libertad de comunicación permitían que la cultura floreciera. Ese es el motivo por el cual la perspectiva de una entrevista a Don Brabant se volvió para mí más apasionante que encontrar las memorias de mi tío abuelo. ¿Qué puede importar otro libro de guerra comparado con una entrevista a un humilde servidor de la República de las Letras, cuyo trabajo en medio del miedo y cuyos silenciosos sacrificios nutrieron la mente de los intelectuales durante los oscuros días de una dictadura militar que se extendió por treinta y cuatro años?
Mi padre me contó una historia que, para mí, sintetizaba el absurdo pequeño régimen de los setenta. Corría marzo de 1970 o 1971, el final del verano, y los estudiantes estaban comenzando su semestre. La Universidad Católica de Paraguay está junto a la catedral, ambas separadas por un estrecho pasaje. Frente a la universidad y a la catedral hay una gran plaza y, junto a estas se encuentra el río Paraguay. Es un día caluroso y húmedo. Nueve estudiantes se reúnen en un aula con techos altos, tres ventiladores de techo y altas ventanas abiertas. El profesor entra y escribe su nombre en la pizarra. El curso es un seminario sobre filosofía de la religión o filosofía moderna (el narrador, mi padre, no lo recuerda).
El profesor y los estudiantes conversan acerca de las lecturas para el seminario. La Universidad Católica de Paraguay es, en la época, una de las dos instituciones de educación superior en Paraguay. La otra es la Universidad Nacional. La dictadura controla la Universidad Nacional, pero la Católica mantiene una pizca de independencia del régimen. El profesor indica un libro escrito por el filósofo británico Bertrand Russell: Por qué no soy cristiano.
¿Qué puede importar otro libro de guerra comparado con una entrevista a un humilde servidor de la República de las Letras?
Como la mayor parte de las obras de filosofía europea ―al menos, del siglo XX―, el libro de Russell no se encuentra en Asunción, una ciudad de menos de un millón de habitantes, relativamente aislada de las otras grandes ciudades de la región. (Roa Bastos describió el estado paraguayo, sin salida al mar, como “una isla rodeada de tierra”). Así que, ¿cómo lograrían ellos acceder al libro? Un estudiante dice que durante el fin de semana irá a Buenos Aires ―una ciudad mucho más grande y conectada con el resto del mundo a través del océano Atlántico― y que quizá pueda comprar diez ejemplares para la clase.
Pasa una semana y el grupo se reúne de nuevo. El estudiante no aparece. El profesor pregunta a los estudiantes si saben dónde podría estar. Nadie ha sabido de él ni lo ha visto desde que partió hacia Buenos Aires. Bueno, debe de estar enfermo o algo así. Otro estudiante, digámosle Pablo, dice que irá a buscarlo después de clase.
Otra semana pasa y el estudiante aún no aparece. También Pablo ha desaparecido.
Raro. Pero eran épocas en las que no era tan sencillo como hoy comunicarse con las personas. No todo el mundo tenía un teléfono. Si alguien salía de la ciudad por algún motivo, no se sabía nada de esa persona hasta que regresaba a casa. La clase transcurrió con otras lecturas y otros debates.
Una semana más tarde, ni el primer alumno ni Pablo aparecen. Y ahora falta un tercer estudiante.
El profesor inspecciona el salón de clase. Entorna los ojos. “Creo que nuestros estudiantes están siendo arrestados”, dice. Y resulta que así es. El profesor habla con el decano de los estudiantes, quien se pone en contacto con el arzobispo de Asunción. El arzobispo visita al jefe de policía quien, al principio, no quiere liberar a los estudiantes. ¿Por qué el arzobispo defiende a estudiantes que están contrabandeando un libro titulado Por qué no soy cristiano? ¿Acaso no sabe qué les sucede a los curas en Cuba? ¿Acaso ese arzobispo es un comunista? ¿Un seguidor de la teología de la liberación? Sin embargo, al final, permite que los estudiantes se marchen y el semestre continúa sin otro incidente.
Llegué a la librería de Don Brabant con gran entusiasmo. Una entrevista que sería un soliloquio en el gran drama de la vida bajo la dictadura. La tierna rosa de la libertad bajo la mano ahuecada del librero, durante una tormenta. El fuego de la libertad, nunca más brillante que bajo la amenaza del cañón de agua de la policía. Yo sería el humilde escriba.
Don Brabant pidió que me trajeran un sofá. Me senté frente a él. El asistente quedó de pie cerca de Don Brabant, examinándome. Comencé a preguntarle acerca de su trabajo con Don Brabant. “¿Qué le gusta leer?”, le pregunté.
“Historia paraguaya: la guerra del Chaco, la de la Triple Alianza”, responde el Brusco.
“Yo era el distribuidor de la serie Literatura Universal a las principales secundarias”, explica Don Brabant, “Cristo Rey, Colegio Internacional, San José. Las más importantes academias literarias. Era un hombre joven. Entré al negocio a través de amigos. No estaba vinculado a la política. Era otra época. Estaba involucrado con el negocio de los libros”.
“En esos tiempos ―los setenta― había muchas protestas”, agregué.
“Sí, muchas protestas. Muy violento”. El viejo levantó la mirada hacia su asistente. Antes de que pudiera decir algo, el hombre que estaba en la caja registradora chilló: “Trae algo de sopa paraguaya y cerveza”. El asistente hizo lo que le habían pedido, pero mientras estaba en la cocina, el viejo añadió que prefería beber ron.
“¿Era peligroso el negocio de los libros?”
“Tenía sus peligros”.
“¿Había censura?”
“Algunos libros estaban explícitamente prohibidos, sí. Paloma Blanca Paloma Negra. Libros de Elvio Romero y Rubén Bareiro Saguier”.
“Mi abuelo tiene un disco doble de vinilo de Atahualpa Yupanqui. Era comunista. Le pregunté: ‘¿Cómo compraste eso en Paraguay? Salió en los setenta’. Y él dijo: ‘Fui a la tienda’”.
“Sí, había muchos libros que se podían conseguir”.
“¿Hasta libros de Herbert Marcuse? Vi a Marcuse en su estantería”.
“Sí. Los libros de Marx o de Lenin estaban prohibidos. Pero uno podía conseguir a Marcuse”.
“¿Dónde?”
“En una librería. Había librerías”.
En ese punto, el cajero estaba en la licorería y llamó al asistente, que estaba sentado junto a Don Brabant. “Quiere saber de qué tipo”.
“Ron de durazno. Durazno”.
Un minuto más tarde, otra llamada: “No tiene de durazno”.
“Hay de durazno por todas partes”.
“No tiene, dice”.
“Maracuyá, entonces”. El viejo se volvió hacia mí. “Había una censura poco entusiasta y ambigua”.
“¿Cree que es irónico que las personas leyeran más y los escritores fueran más importantes durante la dictadura que después de 1989, cuando volvió la democracia?”
“Seguro que por entonces había más eventos culturales”.
“De algún modo extraño”, intenté sacarle una declaración “era mejor entonces. Ser escritor, quiero decir”.
“Algunas cosas eran mejores y otras cosas eran peores”. Llegó el ron. Durante las horas siguientes, los tres bebimos, y así alivié mi frustración por la ausencia de tragedia que había destapado.
Si la vida de Don Brabant carecía de material trágico, como él decía, la de Roa Bastos tenía más que suficiente. Se exilió en Buenos Aires durante los sesenta y forjó su nombre como escritor a partir de una colección de cuentos, El trueno entre las hojas, y una novela, Hijo de hombre. En 1974 publicó su obra maestra: Yo, el Supremo. La novela es un retrato del dictador del siglo XIX, José Gaspar Rodríguez de Francia. Los críticos la llamaron una novela histórica posmoderna que combinaba documentos históricos con ficción. El general Alfredo Stroessner, quien al momento de la publicación del libro era el dictador de Paraguay, creyó que la novela trataba de él, es decir, que era una crítica apenas velada de su régimen.
¿Por qué echaron a Bastos de Paraguay en 1982? No hubo ningún proceso oficial ni judicial a través del cual perdiera su pasaporte y su ciudadanía. La decisión fue tomada por el mismo dictador. El general Stroessner ya sabía de la existencia de Bastos. Sin duda, Yo el Supremo tuvo que ver con su decisión. Lo mismo sucedió con las columnas que Bastos había escrito en un diario argentino, en las que criticaba el régimen. La ambigüedad a la que Don Brabant se había referido resultó en detrimento de Bastos. Había regresado a Paraguay creyendo que su exilio había terminado. Quería inscribir a su hijo recién nacido como paraguayo, y eso requería que volviera a Paraguay. El último exilio no había terminado cuando el nuevo comenzó.
El profesor inspecciona el salón de clase. Entorna los ojos. “Creo que nuestros estudiantes están siendo arrestados”, dice. Y resulta que así es.
Pero la mayoría de las historias de censura y persecución son discretas, banales. Un amigo de mi padre se puso como loco cuando, siendo un muchacho, dejó un ejemplar de las memorias del Che Guevara en el fondo de un baúl que estaba a punto de pasar por la aduana. (El policía no lo vio). Mi tío se preguntó por qué fulano de tal logró salirse con la suya tocando canciones de izquierda en público, en su guitarra, después de la escuela. (El muchacho tenía buenas conexiones en el gobierno). Don Brabant tenía razón: en la ambigüedad de la falta de libertad, solo los valientes o los inteligentes podían abrirse camino.
Pero el propio Don Brabant no pudo contarme ni siquiera una pequeña historia de censura. Finalmente, después de dos botellas de ron, hablamos acerca de la historia de Paraguay, el tema por defecto de todos los ratones de biblioteca en el país. Miré alrededor: la mayoría de los libros que allí había eran ensayos. Gran parte de ellos, a su vez, eran memorias militares o relatos de guerra. Muchas listas de nombres de aquellos que participaron o no en tal o cual batalla. Libros de historia o ―según fui dándome cuenta― hileras e hileras de ejemplares del código civil. Libros jurídicos. Los estudiantes de Derecho siempre serían buenos clientes. Rojas o azules, sosas carpetas con códigos civiles y fotocopias de códigos civiles. Y lentamente comprendí que casi todos los libros que tenía alrededor habían sido publicados en Paraguay. Casi nada de Argentina, México o España. Todo era paraguayo y, como mínimo, tenía un cuarto de siglo. Aquel lugar era menos una librería que una cápsula del tiempo. Ningún libro parecía ser más nuevo que la democracia del país y ninguna persona nacida en democracia parecía tener necesidad de libros.
Lamentablemente, era imposible encontrar un libro: el de las memorias de mi tío abuelo. El cajero trajo la noticia. “No podemos encontrar el libro”, nos dijo. “Lo busqué por todas partes. Creo que sé dónde puedo encontrar un ejemplar, pero es un lugar fuera de la ciudad. Lo mantendré al tanto”.
Unos días después, el asistente me llamó. Tenían el libro. Se ofrecieron a enviármelo. Les dije que lo recogería yo mismo al otro día, pues debía ir hasta esa zona de la ciudad.
Poco después de la liberación de Francia en la Segunda Guerra Mundial, el filósofo Jean-Paul Sartre escribió en The Atlantic Monthly:
Jamás fuimos más libres que bajo la ocupación alemana. Cuanto más veneno se deslizaba en nuestro pensamiento, cada pensamiento preciso se volvía más una conquista. Cuanto más intentaba la policía imponer nuestro silencio, cada una de nuestras palabras se volvía más una precaria declaración de principios. Cuanto más nos perseguían, cada uno de nuestros gestos adquiría más la naturaleza de un compromiso. Las frecuentes atrocidades de nuestra lucha nos permitieron a la vez estar vivos, sin engaño, desnudos, en esa situación descarnada e insostenible que uno llama el estado del hombre. El exilio, el cautiverio y, por encima de todo, la muerte ―que uno fácilmente elude durante las épocas más felices― eran entonces nuestra preocupación constante, e íbamos a aprender que no se trataba de accidentes evitables, ni siquiera amenazas constantes u objetivas, sino que debíamos descubrir en ellos nuestra suerte, nuestro destino, el origen más profundo de nuestro ser.
Los escritores que viven en democracia no son tan afortunados. Deben lidiar con la penuria y la apatía. Algunas veces, las inundaciones. El día en que debía recoger el libro llamé con anticipación, porque estaba lloviendo. Asunción no tiene una infraestructura de drenaje adecuada; la ciudad se inunda cada vez que hay tormenta. La librería, situada en un lugar bajo de la ciudad, se inundó con quince centímetros de agua acumulada en el callejón, frente a la casa. “No venga hoy; esto es un lío”, me dijo el cajero en un mensaje de voz.
Si uno desea pensar con libertad, pero se ve rodeado por informantes, no es una mala idea hacerlo en la página, con métrica y rima, contar una historia o pintar un cuadro.
Me sentí molesto. Una ciudad necesita infraestructura. ¿Por qué no puedo tener mi libro? Pensé en aquel fragmento de Sartre y en la famosa foto de Roa Bastos. En la historia de cruzar la frontera con diez ejemplares de Bertrand Russell o un ejemplar solitario de Diarios de motocicleta del Che Guevara. ¿Sería posible que aquellas personas vivieran en una realidad donde el mismo acto de escribir conllevara un peso y un significado que hoy no existen? ¿Era justo comparar nuestro aburrimiento y nuestra apatía con su sufrimiento? Pero yo estaba disfrutando la libertad por la que ellos habían sufrido y sobre la que habían escrito. Así que ¿para qué sirve escribir?
La colección de libros de Don Brabant quizá reflejaba sus propios gustos particulares o su nicho en el mercado. La docena de locales de El Lector distribuidos por toda la ciudad ―muchas más tiendas que las que tendría una ciudad estadounidense del tamaño de Asunción― tenían libros de otros países de América Latina y Europa. Quizá los hábitos de lectura de las personas en mi entorno fueran más ricos de lo que yo creía.
O quizá había algo acerca del arte y la literatura que los volvía el modo adecuado para oponerse a la dictadura y alimentar la libertad. Si uno desea pensar con libertad, pero se ve rodeado por informantes, no es una mala idea hacerlo en la página, con métrica y rima, contar una historia o pintar un cuadro. La dictadura no puede alcanzar el papel mientras este se halla entre uno y su mesa de trabajo. Pero el Paraguay de la era posdictatorial de crecimiento económico y democracia tiene un nuevo centro de poder. No sé de qué se trata. Lo conozco por sus frutos. No es un general. Ni siquiera es una persona. El Partido Colorado ―el partido de Stroessner― aún gobierna. Aún gana elecciones. Pero está a cargo del Estado, no del destino de la nación como un todo, que parece ser arrastrado por una extraña corriente.
Aquellos que vivieron bajo Stroessner no crecieron con edificios altos, centros comerciales glamorosos, franquicias de McDonald´s, autopistas ni con el acuerdo comercial llamado MERCOSUR hecho con Argentina, Brazil, Uruguay y Chile, que debería facilitar el crecimiento económico y la movilidad laboral. Recuerdo que una vez hablaba con un tío acerca de la falta de buena educación pública en Paraguay: “La calidad de las escuelas públicas en el interior del país es una desgracia”, dijo.
“Sí. Todo niño paraguayo tiene el derecho humano de leer Don Quijote, ¿verdad?”.
“¿De qué hablas?”, dijo. “Necesitan computadoras. Necesitan matemáticas”.
Pensé en mi tío abuelo, el coronel Ramos, mientras escribía sus memorias en el exilio, su revolución fracasada y su vida salvada por un afortunado y oportuno vuelo en avión que lo sacó del país.
El día después de la lluvia, el cielo estaba azul, pero el libro del coronel Ramos se había perdido de nuevo. El cajero me llamó: “No sé qué sucedió con él”.
Traducción de Claudia Amengual. Concepción 1947 está disponible en Portal Guaraní.
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