“Oigan cómo clama contra ustedes el salario no pagado a los obreros que trabajaron en sus campos” (Sant 5:4). Este verso sirve como epígrafe para mi libro más reciente, Tyranny, Inc., que documenta los modos en que unos pocos con recursos señorean sobre los muchos con pocos recursos, y explica por qué para superar estas circunstancias necesitamos una renovación del orden del New Deal que definió gran parte del panorama económico estadounidense a mediados del siglo XX.
Dada mi reputación de “católico público” de una tendencia teológicamente conservadora, el libro provocó bastante confusión en ambos extremos del espectro político. Michelle Goldberg me describió en The New York Times como “el derechista que pide socialdemocracia”. Mientras tanto, uno de mis muchos críticos de la derecha reaganiana me ha etiquetado como un “New Dealer provida”.
Este cruce de cables ideológicos hace surgir un irritante conjunto de preguntas: ¿Por qué en la actualidad se considera insólito, incluso exótico, que cristianos ortodoxos ―en el sentido de tradicionales o conservadores― defiendan los sindicatos, la socialdemocracia y el legado de Franklin Delano Roosevelt? ¿La religión merece su reputación de defensora de las jerarquías materiales existentes, por injustas que sean? ¿Por qué esa reputación se asocia a las comunidades religiosas tradicionales? ¿Y cómo podemos nosotros ―me dirijo a los que comparten mi ortodoxia― deshacernos de esa reputación como, en efecto, deberíamos?
Oigan cómo clama contra ustedes el salario no pagado. Se trata de uno de los versículos más transparentes entre varios otros por el estilo, en la Biblia hebrea y en el Nuevo Testamento, que abordan el problema de salarios justos e injustos. O, para decirlo de un modo más claro: versículos que condenan los salarios injustos. El Catecismo de la Iglesia católica cita ese versículo de Santiago, así como el Levítico y el Deuteronomio, al identificar los salarios injustos como uno de los pecados que claman al cielo por venganza divina.
Sin embargo, en la actualidad, los sectores conservadores de la Iglesia católica en Estados Unidos están decididamente en silencio cuando se trata de precariedad laboral y sanitaria extendida, salarios sistemáticamente bajos, sorprendente desigualdad, el vaciamiento de la economía real por Wall Street y la destrucción de la prosperidad compartida alcanzada por los trabajadores en el siglo anterior. Es decir, que los autoproclamados “tradicionalistas” incluso justifican, en nombre de la ortodoxia, algunos de los peores abusos asociados con el modelo actual de capitalismo neoliberal.
No siempre fue así. En agosto de 1889, los estibadores del East End de Londres organizaron una de las huelgas más largas y significativas en la historia laboral británica. El muelle del East End de Londres procesaba gran parte del comercio que había catapultado a Gran Bretaña a la supremacía global en el siglo XIX, y había generado la riqueza que hizo posible la opulencia victoriana satirizada en las novelas de Thackeray y Trollope y cuyas reliquias envejecidas atraen a turistas hasta el presente. Pero para los trabajadores que buscaban empleo allí, los muelles eran un lugar de hiperexplotación. Digo “buscaban” porque, además de los empleados permanentes, unos diez mil trabajadores itinerantes, conocidos como “informales”, solían aparecer cada día desesperados por trabajo y salario. Pero solo un tercio era contratado, y de esos, pocos lograban un trabajo diario y salarios. Ese enorme ejército de excedente de mano de obra deprimió los salarios para todos los trabajadores de los muelles y los obligó a entablar una batalla muy difícil.
Mientras tanto, más allá de los muelles, los barrios pobres habitados por los estibadores eran la encarnación de la miseria de la clase trabajadora de aquella época. Lo que sigue es una descripción que un visitante francés hizo de la escena:
“Los niños de la calle, descalzos, sucios, hacen lo que sea necesario a cambio de limosnas. Pululan en los escalones que conducen al Támesis… Todo es más repulsivo que la escoria de París: sin lugar a duda, el clima es peor y la ginebra más mortífera. [En lo que respecta a los adultos] es imposible imaginar antes de verlos cuántas capas de suciedad podría contener un sobretodo o un par de pantalones; sueñan o dormitan con la boca abierta. Su rostro está tiznado, apagado y a veces manchado con líneas rojas. Es en esas zonas donde las familias han sido vistas sin más cama que una pila de hollín; han dormido allí durante meses”.
Dicha privación física era agravada por la humillación social y psicológica rutinaria de los estibadores. El político y dirigente sindical socialista Ben Tillett, quien era también estibador, señaló cómo los trabajadores que no podían encontrar empleo “vagabundeaban hora tras hora por el muelle… recogiendo las pilas de basura… los desechos… A veces [esto] era el único medio de vida y esperanza para muchos. No es de extrañar que los contratistas llamaran a los informales ´ratas de los muelles´. El trabajador de los muelles fue objeto del desprecio más atroz… Aquellos de nosotros que trabajábamos en los muelles escondíamos la naturaleza de nuestra ocupación a nuestra familia y amigos”.
Para oponerse a ese contexto desolador, el 12 de agosto de 1889, los estibadores decidieron organizarse en una reunión masiva liderada por Tillett y otros dos activistas. Sus exigencias eran modestas y sumamente razonables: un aumento de la paga, salarios por horas extras y la garantía de al menos cuatro horas de trabajo por día para cada estibador. Los administradores de los muelles, sin embargo, rechazaron considerar la propuesta y, de ese modo, en 1889 estalló la gran huelga de los muelles de Londres.
El 16 de agosto, cuando los propietarios continuaron ignorando las exigencias de los trabajadores, Tillett lideró un mitin al que asistieron unos diez mil estibadores y que logró que la huelga tuviera una cobertura de los medios nacionales e internacionales. Pronto se estableció una sede y un fondo para la huelga, adonde personas desconocidas solidarias, especialmente el clero, llevaban cajas con comida. Mujeres activistas, incluida Eleanor, la hija de Karl Marx, jugaron un papel importante en el suministro y la organización de la sede y en la distribución de raciones de comida a los trabajadores en huelga y sus respectivas familias. Obligados a defender públicamente los pésimos salarios que pagaban a sus trabajadores, los dueños fueron francos: si pagaban un salario decente, eso disminuiría los dividendos de los accionistas, algo que resultaba intolerable. Eso fue mucho antes de que los grandes empleadores tuvieran el beneficio de las hábiles empresas de relaciones públicas de la actualidad y la eufemísticamente llamada industria de “anulación de sindicatos”.
En respuesta a esa brutalidad, trabajadores de muchos sectores afines organizaron huelgas solidarias y pronto la acción sindical se encontró amenazando la estabilidad de toda la economía británica. El gobierno de Su Majestad se vio forzado a reclutar soldados, así como convictos, para descargar material estratégico de barcos. De otro modo, no hubieran podido entregar su mercancía. Aun así, los administradores de los muelles no cedían, esperando que el hambre venciera a los estibadores a medida que los fondos se fueran agotando. En pocas palabras, las cosas se agravaron, tanto para los trabajadores como para la comunidad política en su conjunto.
Un negociador sindical imprevisto apareció en medio de la vorágine. A principios de setiembre de 1889, el cardenal Henry Edward Manning, arzobispo católico de Westminster, dejó su palacio para dirigirse a ambos bandos de lo que estaba tornándose rápidamente una escena de conflicto laboral. A los trabajadores los instó a la calma y a la no violencia. Como contó uno de los líderes de la huelga, ese príncipe de la Iglesia “se dirigió a los estibadores y los aconsejó de un modo tan sereno, firme y paternal, que minuto a minuto, mientras hablaba, uno podía sentir cómo cambiaba la atmósfera espiritual”. Mientras tanto, a los gerentes y dueños de los muelles, les predicó sus deberes de justicia social. Acompañado por el alcalde de Londres, el comisionado de policía en funciones y, a veces, el obispo anglicano de la ciudad, Manning presionó a los patrones para que contemplaran las demandas de los trabajadores.
Manning nació en Hertfordshire en 1808 y era hijo de un próspero banquero. Alto y delgado, lucía como una promesa del atletismo y consideró dedicarse a la política antes de volverse un sacerdote anglicano de parroquia. En 1851, ingresó en la Iglesia católica, justo al mismo tiempo que otro gran converso victoriano, a quien él consideraría un rival por el resto de su vida: San John Henry Newman. En 1865, Manning fue designado arzobispo de Westminster y una década más tarde, elevado al cardenalato.
En esa época los obstáculos legales contra los católicos ingleses, que habían durado mucho tiempo, estaban siendo gradualmente desmantelados. Aun así, un profundo anticatolicismo persistía a nivel cultural. Conversos de clase alta como Newman y Manning, especialmente, eran vistos como personas que adoptaban la superstición de las sirvientas irlandesas. Los dos hombres también defendieron la doctrina de la infalibilidad papal promulgada por el Concilio Vaticano I: Newman, de un modo más matizado e intelectual; Manning, con una simple e inflexible devoción al nuevo dogma.
Junto con esa ortodoxia teológica y ese conservadurismo eclesiástico, Manning desplegó una preocupación constante por el destino de los pobres y de las masas de la clase trabajadora británica, así como una repugnancia por las obscenas desigualdades de la época basadas en cuestiones de clase. “El hogar de los pobres en Londres es, a menudo, muy miserable”, observó en 1874, una década antes de ser nombrado para integrar una comisión real sobre la crisis de vivienda de la clase trabajadora. “Estas cosas no pueden continuar; estas cosas no deben continuar. La acumulación de riqueza en la tierra, el amontonamiento de riqueza grande como una montaña en posesión de clases o individuos no puede continuar”.
Según Manning, esa combinación de enfoques ―ortodoxia religiosa unida a justicia social― era perfectamente coherente. En efecto, su compromiso con la justicia social y su oposición a la opresión basada en la clase social nacían de su ortodoxia. Y eso lo llevó a intervenir en la huelga de los muelles. Al principio, los empleados rechazaron sus ruegos, pero la autoridad moral de Manning fue decisiva para liderar a otros líderes de la industria a presionar a los dueños de los muelles para hacer concesiones y, de ese modo, salvar la economía.
Los directores de los muelles mostraron disposición a hacer ciertas concesiones, pero aún no fue suficiente para terminar la huelga. A principios de setiembre, el alcalde de Londres convocó a un comité de conciliación compuesto por seis miembros, incluyendo al cardenal Manning, quien pronto jugó un papel preponderante. Habló en nombre de los trabajadores y exigió decencia a los empleadores. Persuadió al comité a aceptar acuerdos, aunque la paz definitiva iba a requerir más esfuerzos del anciano cardenal.
¿Qué pasó, entonces? ¿Por qué la agenda del cardenal Manning nos impresiona como una rareza? ¿Por qué tantos estadounidenses en la actualidad asocian la fe tradicional o la ortodoxia religiosa con una devoción dogmática de hacer recortes fiscales para los ricos y una hostilidad hacia los sindicatos y la previsión social? ¿Por qué el evangelio reaganiano ha bloqueado, digamos, el evangelio genuino?
En este punto, solo puedo escribir desde mi propia tradición católica romana, aunque sospecho que mis demandas resonarán, al menos en sus esquemas generales, en muchos de aquellos que pertenecen a otras denominaciones y grupos religiosos.
En la actualidad, demasiados cristianos han llegado a desempeñarse como apologistas de “cosas que no pueden continuar”, debido a tres tendencias generales. Cada uno de esos giros deplorables correlacionan desarrollos teológicos con ciertas condiciones materiales, en la vida de la iglesia y en la de la sociedad en general. Sin duda, las ideas, incluyendo las teológicas, tienen su propia integridad interna y no son estrictamente reducibles a constituciones basadas en cuestiones de clase o económicas, como un cierto tipo de marxismo vulgar propone. Pero ¿no es acaso también posible reformar las ideas religiosas sin abordar el sustrato material sobre el que descansan? El cristianismo histórico, en especial, jamás ha funcionado de ese modo, en un plano puramente inmaterial. Los cristianos son llamados a rendir el debido respeto al aspecto mundano de lo que significa ser humano: sus alegrías y miserias comunes, y los modos en que el contexto social de nuestra vida puede abrirnos al amor divino y al amor al prójimo, o dejarnos fuera. Después de todo, afirmamos que el mismo Dios llegó a vivir esas alegrías y miserias comunes.
El primer giro deplorable, entonces, es precisamente la negación de que los seres humanos son animales sociales y políticos. Nuestra sociabilidad es una premisa no de una revelación sobrenatural, sino de la razón natural: más específicamente, la filosofía política clásica. Si los seres humanos, en efecto, son naturalmente sociales y políticos, como insistía la tradición grecorromana, entonces nuestra vida religiosa está inextricablemente ligada a nuestra vida social. O, para ponerlo en términos explícitamente cristianos, la salvación individual está ligada a, y depende de, la salvación social. Los creyentes religiosos que sostienen otra cosa deben acabar reafirmando una ruptura entre la filosofía y la teología, o la razón y la revelación, que los obliga a elegir entre una fe irrazonable (superstición, fundamentalismo) y un relato desalmado y contraído de la razón (cientificismo, relativismo).
Deberíamos rechazar esta dicotomía nada saludable. Deberíamos resistir la ruptura entre la razón y la revelación. Y si lo hacemos, sucede que el estado natural de los seres humanos ―en tanto animales sociales― no desaparece en su trato con las cosas de Dios. Aún somos animales sociales cuando nos arrodillamos junto a nuestra cama para orar (o colocamos una alfombra para orar en dirección a La Meca en un rincón de nuestro estudio). Y el modo en que organizamos nuestra sociedad perfila la vida espiritual de sus miembros. La organización social, el modo en que estructuramos nuestra economía, regula las condiciones de acceso no solo a los bienes materiales, sino también a los espirituales.
Esto no significa de ningún modo que los pobres carezcan de acceso a la fe. Muy a menudo, son ellos quienes, como la viuda en el evangelio, dan su última moneda al Señor (Mc 12:41-44). La atrocidad es que nuestro sistema económico los privaría hasta de su última moneda. Si una madre soltera debe trabajar en dos empleos precarios y gigificados en la nueva economía solo para llegar a fin de mes, no tendrá tiempo ni energía, ni siquiera el sentido de regularidad predecible en sus horarios para jugar y hacer la tarea con sus hijos, mucho menos para transmitirles su fe. Es muy probable que esos hijos queden al cuidado de las pantallas. Y esas pantallas, de hecho, están bajo el control de los oligarcas de Silicon Valley, quienes tienen todos los incentivos para volver adictos a los niños a través de la manipulación algorítmica, incluso si significa la proliferación de contenido suicida, contenido que promueve desórdenes alimenticios y pornografía dura.
El modo en que organizamos nuestra sociedad y nuestra economía estructura la creencia y las “condiciones morales” de las personas comunes, como el cardenal Manning podría haber dicho. Esto era obvio para el cristianismo histórico, porque era obvio para la filosofía clásica que la iglesia tuvo su comienzo propio y purificado en la antigüedad tardía. Sin embargo, hoy se trata de un tipo de sabiduría perdida, y lo más probable es que cristianos autoproclamados “conservadores” o “tradicionalistas” a menudo sean rechazados por eso.
Más temprano este mismo año, cuando Jordan Peterson sermoneó al papa Francisco por, supuestamente, “salvar el planeta” en lugar de “salvar almas”, el psicólogo y especialista canadiense encontró su audiencia más receptiva entre los cristianos “trad” y conservadores. Los influencers católicos de derecha y los medios de comunicación lo recompensaron con reposteos y elogios, sin detenerse un segundo a considerar las demandas públicas de su propia iglesia, por no decir las demandas de piedad filial. Pensemos en ello como la versión del catolicismo estadounidense de intercambiar un derecho de nacimiento por un plato de lentejas.
El derecho de nacimiento en cuestión es una iglesia que rechaza la desintegración de los distintos ámbitos de la vida e insiste, en lugar de eso, en que tengan su correcto orden entre sí. La tradición católica enseña que uno puede separar cuidadosamente la política de la metafísica, la economía de la moral, la cultura de la espiritualidad y la salvación de cómo tratamos a nuestro planeta, “nuestra casa común” (como dice el subtítulo de la encíclica de Francisco de 2015 acerca de la ecología, Laudato si´). A partir de esas premisas, la iglesia ha intervenido en las crisis de la vida moderna mucho antes de que Francisco asumiera su ministerio petrino.
En 1891, el papa León XIII publicó Rerum novarum, su encíclica acerca del capital y el trabajo, que rechazaba el socialismo, incluso cuando exhortaba a las autoridades públicas ―obsérvese: no solo a la caridad de los empleadores― para asegurar un salario digno y el derecho de los trabajadores a organizarse en defensa de sus intereses mutuos. En 1937, en medio del auge del racismo y el antisemitismo de los nazis, el papa Pío XI denunció esas tendencias en Mit brennender Sorge (presentándola de un modo particular en alemán, y no en latín, como es la costumbre). Y en 1963, cuando se estableció la lógica de la Guerra Fría que implicaba una política nuclear riesgosa, aseguraba la destrucción mutua y sumía a toda la especie en la ansiedad, el papa Juan XXIII llamó al desarme en Pacem in terris.
Sería posible citar muchos otros ejemplos; estas son solo tres de las intervenciones históricas más importantes. El punto es que los papas jamás se han autoconfinado exclusivamente a la “cosa religiosa”, como propondrían las tipologías de Peterson. En primer lugar, su autoridad doctrinal se extiende a “la fe y la moral”, y esa segunda parte abarca mucho. La moral, por ejemplo, implica justicia: lo que se debe a cada persona, a la especie humana, en general, y al planeta confiado a nuestra custodia. Por lo tanto, la “cosa religiosa” en la que Peterson quiere que el papa Francisco se enfoque necesariamente implica la ley, la economía, la política y la ecología. Estas y otras condiciones materiales estructuran las relaciones de la iglesia con el mundo. Una iglesia que las ignorara ―o una comunidad religiosa, para enmarcarlo de un modo más amplio, que no prestara atención a las condiciones de acceso a la fe― no podría cumplir su misión.
Y, sin embargo, existe un vasto sistema de think tanks, periódicos, editoriales e influencers de internet “conservadores” cuyo propósito central es convencer a los creyentes tradicionales de lo contrario: que las crisis que ellos deploran en la “cultura” (alienación, atomización, bajas tasas de conformación de familias y de fertilidad y otros) no tienen absolutamente nada que ver con el modelo económico neoliberal ni con las obscenas desigualdades en poder y riqueza que este genera.
Aliviando las conciencias de la clase contribuyente y ayudando a mantener su poder económico, estas instituciones ideológicas exigen que creamos lo increíble: que las miserias y las disfunciones de los estadounidenses de bajos recursos ―la escalada de las muertes por desesperación, el declive de la expectativa de vida, el hecho de que “la clase trabajadora” se haya vuelto un sinónimo de nacimientos extramatrimoniales y adicción a opioides, todas esas y más― son simplemente una cuestión de fracaso individual. Millones y millones de fracasos individuales de la virtud que solo podemos esperar que sean corregidos por el esfuerzo individual heroico por parte de los pobres, con asistencia de los pensadores y autores que escriben libros y artículos con títulos como The Soul of Civility y “Stuck with Freedom, Stuck with Virtue”. En definitiva, la civilidad y la virtud son centrales para una buena vida, pero resulta una traición flagrante a dos milenios y medio de ética de las virtudes fingir que podemos desarrollar una ciudadanía virtuosa en tanto mantenemos una despiadada economía política competitiva despojada de toda virtud.
El segundo fenómeno deplorable está relacionado con el primero: la ideología de autoayuda, que ha retornado con una venganza. Lo cierto es que la marca del “tradicionalismo” sobre la que hemos estado debatiendo tiene raíces que pueden ser rastreadas no hasta el evangelio ni hasta el magisterio de la Iglesia católica, sino hasta la ideología de autoayuda estilo Whig que surgió a mediados del siglo XIX como una forma de domesticar la reacción democrática y populista engendrada por la incipiente sociedad de mercado estadounidense.
Por aquel entonces, una clase profesional emergente reestructuró los énfasis y las miserias que aplastaban a los pobres como defectos del carácter individual. Benjamin Rush, el Padre fundador y médico de Filadelfia, afirmó que “la enfermedad es un hábito de la mala acción, y todos los hábitos de tendencia injuriosa son enfermedades”. Para armarse de valor contra el anhelo de ocio, los estadounidenses debieron adoptar la abstinencia, dietas herbales restringidas y duchas frías. Los hombres jóvenes ingresaron en clubes con disciplina estilo militar: toques de queda tempranos, ejercicios al alba. El protestantismo evangélico, que alguna vez había santificado la ética del antimercado (y la antiesclavitud) de los demócratas rurales, apenas logró promover la salvación individual. Ralph Waldo Emerson predicó que las severas “leyes de propiedad” se transfigurarían en “universalidad”, si tan solo los jóvenes de recursos “adoptaran el nuevo y renovador principio de amor”.
Mientras hacía campaña en contra de la esclavitud, William Lloyd Garrison exhortó a los trabajadores del norte a no causar problemas a sus patrones, y les aconsejó que se superaran a sí mismos. Los hermanos abolicionistas Arthur y Lewis Tappan fundaron la primera agencia de calificación de riesgos, que señalaba a aquellos hombres con “hábitos intemperados”, aquellos atraídos por la “vida de juegos de apuestas” y aquellos que estaban al frente de “familias grandes y costosas”; ese último indicador de solvencia, como argumenta el historiador Charles Sellers, fue uno de los diversos mecanismos que contribuyeron a recortar los índices de nacimientos a 2,8 hijos por mujer casada a finales del siglo XIX, partiendo de los 6,4 a comienzos de dicho siglo. El mercado redujo la fecundidad estadounidense mucho antes que Griswold vs. Connecticut y Roe vs. Wade.
Ciertamente, la esencia de la autoayuda a mediados del siglo XIX era bastante diferente de sus repeticiones contemporáneas. Sin embargo, su mensaje principal resuena inequívocamente hoy: los problemas sociales deben ser superados por el esfuerzo individual, incluso en el corazón. Por todas partes que consideremos las redes sociales cristianas, encontraremos a un joven agitado ―hombre o mujer― mirando fijamente a la cámara de un teléfono y urgiéndonos a salvar a nuestra familia del Gehena de la vida moderna, principalmente haciendo las elecciones correctas como consumidores: debes educar a tus hijos en casa, comer el tipo correcto de trigo primitivo y orgánico, escapar de los núcleos urbanos caóticos y establecer nuevos límites, levantar pesas, ganar lo suficiente para que tu esposa pueda salirse de la fuerza laboral formal y asuma su sumiso papel ordenado por Dios, ¡invertir en criptomonedas!
Las comunidades religiosas tradicionales y conservadoras se están ahogando en el privatismo y en el “estilismo de vida”: el sueño de un retiro hacia algún reducto boutique, lejos del mundo contaminado. Algunas de esas recomendaciones referidas al estilo de vida son, sin duda, beneficiosas. No hay nada de malo con, y probablemente mucho de bueno acerca de, levantar pesas, la comida orgánica saludable o la “educación clásica”. Pero estas cosas no constituyen la marca de una política cristiana. Más aún, el movimiento en conjunto solo puede profundizar el aislamiento y el solipsismo típicos de la modernidad que sus defensores deploran, y representa una profunda traición a la comunidad de fe, el componente social y, especialmente, al carácter del cristianismo en tanto religión de masas. Una religión cuyo fundador se deleitó en la compañía de niños; que hizo cuestión de no permitir que las multitudes volvieran a casa hambrientas; que lanzó su ministerio público en una boda, haciendo aparecer vino, esa ayuda primordial a la cordialidad y la sociabilidad; que proclamó que “el espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas noticias a los pobres” (Lc 4:18).
Como enfatiza el patrólogo y experto en el Concilio Vaticano II Jean Daniélou: “los pobres” en el discurso de Jesús no son solo aquellos miserablemente pobres ―aunque sin duda esos están incluidos―, sino las masas promedio: personas que no pueden darse el lujo de retirarse a comunidades religiosas boutique, que deben arreglarse con escuelas públicas, parroquias comunes, y así. Jesús se dirigió a esas personas, incluso mientras reunía una élite para sí (¡una élite que no estuvo a la altura de las exigencias del Maestro cuando realmente fue necesario en Getsemaní y el Gólgota!). En Caná, cuando bebió vino y comió con las multitudes, afirma Daniélou, Jesús expresó este “sencillo sentido de comunidad”.
La civilidad y la virtud son centrales para una buena vida, pero resulta una traición flagrante a dos milenios y medio de ética fingir que podemos desarrollar una ciudadanía virtuosa en tanto mantenemos una economía política competitiva despojada de toda virtud.
Por ese motivo el papa Francisco habla frecuentemente de “una iglesia de los pobres” o de “una iglesia pobre para los pobres”. Pero me temo que, en ciertos distritos del cristianismo estadounidense, la iglesia de comunidad cerrada o la iglesia de estilo de vida elitista y tradicional están desplazando a la iglesia de los pobres. Si uno tiene tiempo y libertad económica suficientes, uno puede desarrollar su propia vida espiritual boutique. Uno podría incluso disfrutar el ministerio de los curas (o pastores) que esencialmente sirven como capellanes privados a los pudientes. Pero sin importar si los hermanos y hermanas carecen de las condiciones para acceder a esta vida espiritual. Y, como resultado, el orgullo podría generar prejuicios ante las propias carencias. Habiendo abandonado la iglesia de los pobres ―la iglesia que se coloca a sí misma en el centro del caos urbano, en las casuchas pobres y las condiciones caóticas de la periferia―, uno jamás encuentra al Hombre Dios que aparece como el más pequeño de sus hermanos: el hombre sin techo, la madre soltera o el trabajador asalariado oprimido cuyas manos lucen los estigmas inconfundibles visibles solo a los ojos de la fe.
Conozco a mis críticos y ya puedo oírlos protestar porque toda mi charla sobre neoliberalismo, conflicto de clase y ricos y pobres me coloca en un mismo complot con marxistas y socialistas, aquellos que consideran la sociedad moderna como una escena de conflicto social en lugar de un espacio de libertad favorable al mensaje cristiano. Lo que nos trae al tercer y final aspecto a desarrollar: la naturalización de las relaciones sociales de los creyentes “conservadores”, que de hecho son, perfectamente contingentes y, por lo tanto, deberían estar sujetas a una crítica despiadada a la luz de la verdad eterna.
Ilustraré esto con un ejemplo. Uno de mis críticos, un moralista cristiano perteneciente a una destacada escuela de negocios, no hace mucho publicó un ensayo en el que, en efecto, decía: ¿Acaso Ahmari no sabe que con todo ese discurso de desenmascarar la coerción escondida y el conflicto en la sociedad de mercado está recreando el discurso de izquierdistas y feministas que buscan derribar todo lo que está ordenado y establecido señalando la dinámica de poder que acecha detrás de todo?
Es una buena pregunta. Mi respuesta en los contextos católicos ha sido generalmente leer en voz alta varias citas de los papas que denuncian al capitalismo salvaje y piden límites a la acumulación. Pero al principio, les digo a mis oyentes que la cita que les voy a leer es de Karl Marx, de Rosa Luxemburgo o de otra figura izquierdista canónica. Solo después revelo que fue, digamos, León XIII en Rerum novarum quien lamentó “la enorme suerte de algunos individuos y la pobreza absoluta de las masas” bajo el capitalismo industrial. O que fue San Juan Pablo II en Laborem exercens quien advirtió acerca “del peligro de tratar el trabajo como un tipo especial de ‘mercancía’ o como una ‘fuerza’ especial necesitada para la producción” y recordó “el principio de la prioridad del trabajo sobre el capital” (énfasis en el original).
La estrategia nunca falla y provoca una especie de risa incómoda, incluso escándalo. Pero es más que solo un truco retórico efectivo: leer las encíclicas sociales es recordar que el cristianismo tiene su propio imperativo para cuestionar las jerarquías materiales existentes. Marx y su descendencia no tienen un monopolio de la crítica de la explotación inherente a, y de la dinámica del poder asimétrico generado por, una sociedad basada en la producción de mercancías.
Esta tradición cristiana de economía política crítica conlleva un par de dificultades para los defensores cristianos “tradicionalistas” de nuestros actuales acuerdos de mercado. En primer lugar, al menos deben reconocer implícitamente ―los más honestos de ellos lo admiten abiertamente― que consideran la enseñanza social cristiana a través de lentes ideológicas: el rechazo moral de la iglesia al aborto, la eutanasia y prácticas similares es (correctamente) abordado como un absoluto moral. Por contraste, cuando la iglesia clama contra las injusticias del orden del mercado y apoya un salario digno, sindicatos, redes de seguridad social más densas, y cosas por el estilo, hay una relativización y una gran cantidad de dudas y murmuraciones, aquellos son asuntos “prudenciales” y, de cualquier modo, los papas no son economistas formados, y así. Pero esa maniobra implica una relativización de todo el edificio de la justicia cristiana, porque las mismas premisas fundamentales apoyan tanto las enseñanzas cristianas que se consideran absolutas como las enseñanzas económicas que son relegadas a un segundo plano.
La segunda dificultad es más fastidiosa aún y más interesante para nuestros propósitos. Tiene que ver con el hecho de que los apologistas “trad” o “conservadores” del statu quo están (al menos con frecuencia en Estados Unidos) objetivamente del lado de la fuerza no conservadora más feroz y social y culturalmente desestabilizadora en la historia humana: el capitalismo. Es el capitalismo lo que reduce toda relación humana a un valor de intercambio, y constantemente conjura nuevos deseos para sostener la demanda de las mercancías, profanando todo lo que es sagrado, volviendo aire todo lo sólido.
Pero a diferencia de los marxistas seculares, que sueñan con la abolición de una clase de personas por otras, los cristianos son llamados a promover la reconciliación entre ellos.
Esta realidad histórica obliga a los apologistas cristianos “conservadores” del orden de mercado a enfocarse implacablemente en diversos males culturales, en tanto fingen que “la cultura” no tiene vínculo significativo con la organización económica. Es posible que insten a sus lectores a adoptar “Seis formas de desintoxicarse del feminismo marxista por una vida más feliz”, pero no justificarán ―y no podrán justificar― el hecho de que, si las mujeres están priorizando sus carreras y su educación, se debe parcialmente a una respuesta a la “compulsión sosa” de los imperativos económicos poderosos.
Es decir, el feminismo corporativo #GirlBoss contra el que se enfurecen los tradicionalistas simplemente proporciona un brillo lean-in a lo que las mujeres ya están obligadas a hacer por el mercado: por una sociedad en la que el ingreso que se necesita para vivir confortablemente solo, teniendo en cuenta el promedio nacional, está apenas por debajo de USD 90 000 en 2024, en tanto los salarios para la mitad inferior de los asalariados han quedado estancados por gran parte de dos generaciones, y el promedio del trabajador soltero, a tiempo completo es de USD 60 000.
Nada en la religión tradicional, bien entendida, nos obliga a defender este estado de cosas o a redireccionar el descontento popular hacia el conflicto de la autoayuda y la cultura irracional. Más que eso, la religión tradicional nos obliga a ver ―sí, después de Marx― cómo una sociedad centrada en torno a la producción de mercancías está constantemente en riesgo de privilegiar lo inanimado sobre lo animado, de incluir las relaciones sociales entre los seres humanos vivos que respiran en las relaciones entre las cosas. De todas las personas, los creyentes religiosos y, especialmente, los cristianos deben reasegurar la primacía de las personas sobre las cosas, el trabajo sobre el capital y los sujetos sobre los objetos.
Pero a diferencia de los marxistas seculares, que sueñan con la abolición de una clase de personas por otras, los cristianos son llamados a promover la reconciliación entre ellos. ¿A qué podría parecerse eso? Como reconoció el cardenal Manning durante la gran huelga de los muelles, la verdadera reconciliación implica un contrapoder organizado desde abajo y también exhortaciones a la virtud que vengan desde arriba. A lo sumo, la reconciliación de clase invita a realidades espirituales que ninguna doctrina material puede explicar.
En algún punto, cuando el calvario de la huelga llegaba a sus etapas finales y se acercaba a un acuerdo, el comité de huelga completo se encontró con el cardenal en una escuela católica del distrito Poplar en East London. El cardenal se dirigió a los intransigentes trabajadores. Dos de los líderes sindicales más tarde recordarían: “Justo encima de la cabeza [del cardenal] había una figura tallada de la Virgen con el Niño, y algunos hombres dicen que de pronto una luz pareció flotar alrededor de ella mientras el orador rogaba por las esposas y los hijos. Cuando tomó asiento, todos en la habitación sabían en su corazón que [Manning] había triunfado”.
Finalmente, el 14 de setiembre, se alcanzó un acuerdo formal que pronto empezó a ser conocido como la “Paz del cardenal”. Un panfleto de 2015 del sindicato británico Unite, señala: “Al día siguiente, una procesión triunfal marchó a Hyde Park”. La procesión incluía “una multitud de cruces colocadas en honor al cardenal Manning”. Y cuando el cardenal Henry Edward Manning murió en 1892, el London Trades Council ―una organización que aglutinaba a los sindicalistas― aprobó una resolución en la que se declaraba que “los trabajadores ingleses, irlandeses e italianos en Londres sentían que con la muerte del cardenal Manning habían perdido a su mejor amigo”.
“Oigan cómo clama contra ustedes el salario no pagado a los obreros que trabajaron en sus campos”. Quizá lo que se necesite sea una mayor comprensión de la naturaleza insidiosa del pecado, de cómo se enquista no solo en las almas individuales, sino en estructuras sociales y económicas. Reconocer esta realidad no es equivalente a obviar la responsabilidad individual. “La estructura me obligó a hacerlo” no es una defensa que esgrimiré cuando me encuentre con San Pedro en las puertas del cielo. Pero implica el deber de ser vigilante contra estructuras que conducen a los pequeños por el mal camino, tanto como, en un nivel individual, somos llamados a evitar ocasiones de pecar. Ay de aquellos que acepten una economía total que implique una ocasión vasta y repugnante de pecar.
Traducción de Claudia Amengual
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