Categorías: Cultura cristiana

Vamos subiendo a Jerusalén por Johann Ernst von Holst


“Entonces Jesús llamó aparte a los doce y les dijo: Ahora vamos subiendo a Jerusalén, donde se cumplirá todo lo que escribieron los profetas acerca del Hijo del hombre. En efecto, será entregado a los gentiles. Se burlarán de él, lo insultarán, le escupirány, después de azotarlo, lo matarán. Pero al tercer día resucitará” —Lc. 18:31-33

Cuando el Señor les dijo lo que tendría que sufrir, las almas de sus oyentes quedaron aturdidas, como por un trueno. Pero “no entendieron nada de esto. Les era incomprensible, pues no captaban el sentido de lo que hablaba” (Lc. 18:34). Oían, pero no entendían; veían, pero no percibían (Mc 4:12). No entendieron nada de los pensamientos del Señor porque estaban llenos de sus propias ideas. No querían oír hablar de sufrimiento y muerte porque soñaban con la felicidad y la gloria. Imaginaban la gloria naciente del reino del Mesías con su promesa de salvación y sanación. Pensaban que lo que el Maestro decía sobre la vergüenza, el sufrimiento y la muerte era una especie de parábola, que significaba algo muy diferente a las palabras reales. Solo percibían una cosa: que había algo terriblemente opresivo en las palabras del Señor, así que continuaron su camino con él, medio aturdidos.

James Tissot, Vista de Jerusalén desde el Monte de Olivos, Óleo sobre madera, 1886–94.

Pero el Señor sabía exactamente lo que le esperaba. Previó las sombras de Getsemaní y sintió el horror de la cruz en el Gólgota. Tenía el poder de retroceder a cada paso y volver a la gloria de su Padre, sin embargo, siguió adelante. ¿Qué fue lo que le impulsó a seguir el camino hasta el final? Fue su obediencia a la voluntad del Padre y su amor compasivo hacia el mundo perdido. Por eso avanzó hacia su muerte sangrienta, pero en su corazón llevaba también el consuelo de una resurrección victoriosa. Y dondequiera que iba y se quedaba, su Padre bendijo sus obras, como el ciego que fue curado por su fe (Mc. 10:52) y la salvación que llegó a Zaqueo (Lc. 19:9).

Noten que el Señor no dijo “Voy subiendo a Jerusalén”. Dijo “Vamos”. Es este “vamos” lo que tenemos que subrayar. Porque no se aplica solo a aquellos primeros discípulos; se aplica también a nosotros, en la medida en que queremos ser sus seguidores. También para nosotros, el camino hacia la gloria pasa por el sufrimiento y la muerte. Sufrimos con Cristo por el pecado en la obediencia de la fe; renunciamos a todos los deseos insensatos y a las vanas esperanzas, con los ojos fijos en Él; entregamos a la muerte —con Él y por amor a Él— nuestro viejo yo; morimos con Él con la tranquila confianza en una resurrección bienaventurada cuando llegue nuestra última hora; y, después, estamos con Él para siempre en la Jerusalén celestial: esta es nuestra tarea.

Si un desconocido nos preguntara en nuestro camino peregrino: “¿A dónde van?”, toda nuestra vida y nuestro ser deberían responder: “Vamos subiendo a Jerusalén”. Cuando los jóvenes son aceptados en la Iglesia y luego tienen que enfrentarse al mundo, cuando los recién casados comienzan su vida matrimonial juntos, cuando a alguien se le encomienda una nueva tarea, deberían decirse a sí mismos: “Vamos subiendo a Jerusalén”. No solo en este tiempo de Cuaresma, en el que acompañamos al Señor en su camino hacia el sufrimiento y la cruz, sino a lo largo de todo nuestro peregrinar por la tierra, tanto en la primavera como en el invierno de la vida, que esta sea nuestra consigna: “Vamos subiendo a Jerusalén”.


Artículo extracto de The Crucified Is My Love y traducido al español por Coretta Thomson.

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