Considerando aquella noche santa y silenciosa de hace dos mil años, esa noche de la que millones han cantado y en la que millones han creído, ¿por qué la experimentamos de la misma manera en que experimentamos cualquier otra noche del año? ¿Para qué existe el portal de Belén con sus maravillas e historia, si muchos de nosotros pasamos frente a él como si fuera un establo ordinario, como cualquiera de los miles de establos de la tierra?
Si consideramos de veras el misterio de esa noche de manera personal, si oramos y reflexionamos en el sentido real de nuestras vidas, entonces llegaremos a saber que el misterio de esa noche nos lleva al encuentro con lo absoluto. Y estaremos estremecidos, porque cuando estamos frente a lo absoluto, se revela lo que es genuino y verdadero. Si no estamos conmovidos al acercarnos al pesebre, hace falta algo esencial.
Seamos genuinos ante el pesebre. Porque al estar enfrentados con lo absoluto, solo tienen valor las cosas esenciales. Todas nuestras palabras, la fachada, el jugar con las emociones, todo eso desaparece. Aquí solo tiene valor lo bueno, esencial y auténtico.
¿Cuántos de nosotros, en nuestra manera jovial, hemos pasado delante del pesebre montados en el gran caballo de opiniones y convicciones propias, dejando atrás al Niño, sin darnos cuenta de su presencia? ¿Cuántos hemos defendido nuestras creencias, incluso desafiantemente, sin ser conscientes de que estábamos pasando frente a un milagro: el milagro de vida y amor?
Frente a lo absoluto, debemos ser testigos de la verdad. Pero esto solo puede suceder si estamos afectados en lo más íntimo de nuestro ser, temblando ante él en el fondo del corazón, si estamos silenciosos delante del pesebre, adorando y maravillando.
¿Cómo llegamos al pesebre para descubrir su mensaje? ¿Cómo vamos a percibir lo que debemos hacer? ¿Cómo descubriremos al Niño? Considera por un momento quién estaba en el pesebre: los pastores y los magos de tierras lejanas. No había hombres de negocio, ni políticos, ni eruditos. Aquellos con gran poder y los grandes aventureros de espíritu y tierra, no estaban. ¿Dónde estaban? En el pesebre no se encontró ninguno.
Pero los pastores estaban, hombres simples, sin instrucción, sanos y puros. Era gente sencilla, franca y libre de la tacha de sofisticación, que aún conservaba su instinto y su gusto, todavía no arruinados por cien depravaciones y mil opiniones. Todavía podían percibir y sentir lo que había pasado. Poseían su propio juicio y no les hacía falta referir a mil libros o consultar a cien autoridades. Ellos mismos podían “oler las cosas”, digamos.
Por eso percibieron el milagro: aquí estaba el Señor, aquí era dónde tenían que postrarse. Que la soberbia Jerusalén se quede a un lado, que los miles de sumo sacerdotes y los poderosos mantengan su distancia y que Herodes haga alarde de su espada. El sano, el que tenga gusto y estilo procedentes de sangre y corazón, simplemente sentirá que aquí está el misterio.
Y además estaban los reyes magos, quienes —por haber buscado, esperado y perseverado tanto— se hicieron honestos y se prepararon espiritualmente. Ellos no eran intelectuales sagaces y astutos. Más bien, eran hombres que consideraban las relaciones más grandes, no solamente las cositas aisladas y autosuficientes. Ellos podían percibir entre mil señales, cuáles eran las decisiones más relevantes y por qué había que tomarlas; sabían dónde se necesitaba hacer las preguntas genuinas y dónde se podía encontrar una respuesta. Aquí, en el pesebre, había personas dispuestas a arriesgarse y atreverse a levantar el campamento y deambular por desiertos, salir a tierras distantes y buscar hasta encontrar lo esencial, el motivo de su decisión.
Toda una nación, todo un pueblo puede pasar de largo el pesebre. También puede ser ignorado por toda una época. Pero en el pesebre estuvieron los pastores y los reyes magos, maravillando y orando; ellos no encajarían en cualquier molde convencional. Eran francos y sinceros en su búsqueda. No solo es que “Dios se hizo humano para que pudiéramos ser como Dios”, como dice el antiguo dicho, es que Dios se hizo hombre para que pudiéramos seguir siendo lo que somos desde la creación: humanos.
Se deciden muchas cosas delante del pesebre; mucho más de lo que nos podríamos imaginar. No solo es una escena idílica, es la hora del destino para todos los hombres. No se dice para nada: “se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador” (Ti. 3:4). Para nosotros como individuos, es sumamente importante sentir que en este pesebre hay amor y salvación para todos los humanos y para el mundo entero.
Traducción de Coretta Thomson