“Lo importante es que no estamos solos”, dijo Emmanuel, miembro de la comunidad de mucho tiempo, ante la perspectiva de un nuevo confinamiento por Covid. Era diciembre de 2021, y allí estábamos treinta voluntarios, sentados en círculo, teniendo nuestra reunión semanal en una comunidad intencional, al final de una calle de tierra en un pequeño pueblo en la Baja Sajonia, Alemania. Habíamos recalado aquí procedentes de todas partes del mundo; espíritus libres, errantes, que creíamos estar en busca de comunidad. Mientras la variante Ómicron se extendía por toda Europa y mucha gente enfrentaba un nuevo invierno en soledad, en apartamentos de espacio reducido, nosotros valorábamos nuestras bendiciones: un trabajo gratificante alimentando a los animales, comida orgánica saludable y un extenso y silencioso bosque de pinos donde no se veía un alma.
Más importante aún, nos teníamos unos a otros.
Viví en Michaelshof Sammatz durante casi dos años. Durante algún tiempo, previo a mi llegada, me había hecho una idea casi mística de comunidad: allí encontraría la respuesta a los problemas de aislamiento y falta de sentido que parecen ser endémicos en Occidente. Mientras estuve en Michaelshof Sammatz, conocí muchos jóvenes que compartían este mismo sentir. Llegué rebosante de nobles ideales de cómo sería la vida en una comunidad intencional: compartiríamos la vida, la comida y el trabajo mientras forjábamos amistades del alma, nos enamorábamos y descubríamos nuestro propósito y vocación. Imaginé que la llegada a esa comunidad marcaría el comienzo de mi vida y que vería claramente el camino a seguir.
Cuando me fui, en mayo de 2023, había experimentado algo de esa compleja, complicada, frustrante, a la vez que enigmática y, por momentos, hermosa, realidad que llamamos comunidad.
Michaelshof Sammatz no era la primera comunidad de estrecha convivencia que había conocido ni la primera que abandoné. A los veinticuatro años, decidí desvincularme de la iglesia. No me aparté de la fe, sino de algunas doctrinas de los cristianos evangélicos como afirmar que la Biblia es la palabra de Dios, inerrante e infalible, o que Jesús debía morir en la cruz para cargar con nuestro pecado. Esto que experimenté comúnmente se conoce como un proceso de deconstrucción: desmontar progresivamente muchos de los pilares de nuestras creencias. Desde mi ingenuidad y soledad, supuse que nadie en la iglesia sería capaz de compartir esta experiencia y mucho menos comprenderme, así que me fui. Me alejé de lo que consideraba el bastión decadente del cristianismo en pos de lo que supuse sería una espiritualidad más plena en un ámbito sin ataduras.
En aquel tiempo, estaba viviendo solo en París, de modo que irme de la iglesia no fue muy auspicioso para mi situación social. En cierto modo, soy un típico milenial. Me fui de Guildford (Inglaterra), la ciudad donde me crié, al terminar la universidad, y eso significó abandonar un fecundo espacio comunitario de muchos años: mi familia extendida, mis amigos y la iglesia. No tenía en París los amigos ni los compromisos que solía tener en Guildford, así que pasaba las tardes recorriendo las calles más tranquilas de la ciudad, calles que llegué a conocer muy bien.
Había abandonado la iglesia, pero no mi vida espiritual ni el propósito de vivir mi vida en profundidad y descubrir una vocación. Incluso organicé algunas charlas sobre “comunidad espiritual” a las que asistió un buen número de personas. Tenía la sensación de que este tipo de comunidad, en la que unos a otros nos ayudamos a crecer, era en lo que tenía que enfocarme en ese momento de mi vida. Lo sentía casi como una vocación.
En el sitio web workaway.com, escribí “comunidad” y “Alemania” en la caja de búsqueda. De inmediato apareció la comunidad Michaelshof Sammatz, en la Baja Sajonia. En su perfil se veían imágenes de jóvenes voluntarios, al costado de un campo arado, sonrientes y sosteniendo una variedad de hortalizas como si fueran trofeos. Contacté a la comunidad y me anoté para una visita de dos semanas en el mes de agosto.
En retrospectiva, durante esas dos semanas experimenté algo así como un shock de amor. Psicológicamente no estaba preparado para recibir tanta atención, tanto reconocimiento, tantas risas. Nunca había tenido tantos amigos ni había sentido una conexión tan profunda con una tribu. Mis compañeros voluntarios y yo nos entregábamos de lleno al trabajo: recoger hojas de frambuesa para hacer té; ordeñar las vacas; construir un albergue para alojar a un número cada vez mayor de jóvenes voluntarios. Había tremenda energía en la comunidad y un espíritu eufórico y entusiasta ante los nuevos proyectos que, a veces, se abandonaban. Parecía que todos estaban dispuestos a darse por entero, sin reservas. No podía imaginar nada más distante de mi vida solitaria y sin propósito en París.
Cuatro años más tarde, en agosto de 2021, renuncié a mi trabajo y me fui a vivir a la comunidad.
Aunque en aquel momento no lo sabía, yo era parte de un importante flujo migratorio de milenials a comunidades alternativas, ocurrido durante la última década. En los Estados Unidos, el número de comunidades registradas en la Federación de Comunidades Intencionales (FIC, por su sigla en inglés) se duplicó entre 2010 y 2016 alcanzando la cifra de mil doscientas. Según la estimación de la FIC, hay en la actualidad entre diez mil y treinta mil comunidades en el mundo. En el Reino Unido, comunidades consolidadas como Findhorn y Bergholt Hall informaron haber recibido cientos de solicitudes mensuales de posibles miembros durante la pandemia. Durante mi estadía en Michaelshof Sammatz, conocí cerca de cien jóvenes que habían decidido, por diferentes motivos, vivir en una comunidad intencional.
Creo que, en el fondo, mis compañeros de búsqueda comunitaria y yo queríamos encontrar un sentido de pertenencia y conexión. En 2017, la administración de salud pública de Noruega publicó un estudio sobre las comunidades intencionales en Estados Unidos. La conclusión fue que la vida en una comunidad intencional “parece ofrecer una vida más acorde con la naturaleza humana que la sociedad convencional”. El estudio propuso tres razones a modo de hipótesis: interacción social, sentido y propósito, y contacto con la naturaleza”.
En retrospectiva, durante esas dos semanas experimenté algo así como un shock de amor. Psicológicamente no estaba preparado para recibir tanta atención, tanto reconocimiento, tantas risas.
La comunidad Michaelshof Sammatz parecía ofrecer todo esto. Además de darnos la oportunidad de pasar tiempo al aire libre y convivir con más de ciento cincuenta personas, la comunidad era, para muchos de sus miembros, un modelo de convivencia entre los seres humanos. Los primeros miembros se habían reunido en torno a los escritos y la visión de Rudolf Steiner, autor austríaco fundador de un movimiento espiritual esotérico, que propuso la creación de comunidades de agricultura orgánica como alternativa a la agricultura industrializada a gran escala y la superpoblación de las áreas urbanas.
Al cabo de casi dos años, tomé la decisión de marcharme de Michaelshof Sammatz. Como era de esperar, el encanto del primer amor se desvaneció, y comencé a percatarme de lo rutinario de asumir un compromiso con un mismo lugar, un mismo trabajo y la misma gente cada día, todos los días. Los miembros de la comunidad fueron increíblemente generosos, recibiéndome a mí y otros muchos voluntarios en su casa, pero sentí que en algún momento debía tomar la decisión de permanecer por largo tiempo y trabajar para el bien de la comunidad, quizá renunciando a tener una carrera y lograr estabilidad económica. El hecho es que no estaba preparado para dar ese paso. En esta etapa de mi vida, el mayor escollo para integrarme a una comunidad era yo mismo.
“¿Encontraste lo que buscabas?”, me preguntó un amigo cuando regresé a Inglaterra. Es una pregunta que me sigo haciendo hasta hoy. ¿Llegué a experimentar el encanto de la vida en comunidad que en años pasados había salido a buscar?
Destellos, quizá. Aprendí que no hay nada mágico en esa forma de convivencia llamada “comunidad intencional”. Se trata simplemente de un grupo de personas que deciden vivir juntas y puede que compartan las comidas, el trabajo, el alojamiento y el cuidado de los niños. Puede organizarse de manera autoritaria, rígida y casi cúltica, como también puede caer en luchas internas y fragmentarse en facciones. Si estás en búsqueda de sentido, relaciones significativas y contacto con la naturaleza, no lo encontrarás necesariamente en una comunidad intencional ni en ningún modo de convivencia, convencional o de otro tipo. Según recuerdo de mi formación cristiana, el pecado no es esencialmente un problema social sino del corazón.
En su libro The Different Drum, el psiquiatra estadounidense M. Scott Peck describe lo que él llama “la comunidad auténtica” de la siguiente manera: se caracteriza por la espontaneidad y la risa, y los miembros realmente parecen disfrutar estar en compañía unos de otros. Se escuchan todas las voces y todos los puntos de vista; los miembros resuelven los conflictos en lugar de barrerlos bajo la alfombra o dejarlos en manos de un líder autoritario que mantiene una fachada de paz teniendo todo bajo su control. Reconocerán una comunidad así cuando la vean, dice Peck, o tal vez cuando la experimenten.
Aprendí que no hay nada mágico en esa forma de convivencia llamada “comunidad intencional”.
Pero esta clase de comunidad, agrega el autor, solo es posible mediante un vaciamiento: cada miembro debe despojarse de todo lo que hay en su interior que le impide formar comunidad: sus respuestas, sus convicciones más arraigadas, su necesidad de corregir a otros y su ansia permanente de controlarlo todo. Cuando la comunidad vive este vaciamiento, dice Peck, “desciende una calma apacible”. Una “extraordinaria experiencia de sanación y conversión comienza a tener lugar, cuando ya nadie trata de sanar o convertir”. A partir de lo que he conocido hasta ahora de la vida en comunidad y de mí mismo, estoy convencido de que este es el camino para construir auténtica comunidad.
Mantengo viva la esperanza de encontrar esa auténtica comunidad que hace años salí a buscar. Todos esos jóvenes que abandonan la loca carrera de la vida moderna para ir en busca de formar comunidad están bien encaminados: en esa carrera solo hay aislamiento y la soledad. Sin embargo, aprendí que, si encontramos esa comunidad, no será “afuera”, con un grupo imaginario de personas que algún día lleguemos a conocer, sino con las personas con las que ya estamos conviviendo y con quienes nos sentimos verdaderamente comprometidos.
Traducción de Nora Redaelli.