Un Dios del desierto por Timothy J. Keiderling


Si viajas en auto media hora del centro de Jerusalén, encontrarás un uadi profundo con un sendero que lo atraviesa. El cauce está entre dos muros de arenisca, tan escarpados y cercanos, que desde arriba es difícil saber si el barranco tiene una profundidad de veinte metros o cien. Aunque el sendero comienza a solo un kilómetro de la carretera principal entre Jericó y Jerusalén, los muros altos bloquean el sonido. Al entrar en el uadi, parece que uno está viajando a otro tiempo y que se podría topar con una zarza ardiente en cualquier momento.

Incluso en este país pequeño y densamente poblado, no es imposible encontrar áreas silvestres. En Nahal Amud —un lugar cerca de la mar de Galilea, donde el Sendero Nacional Israelí serpentea entre dos precipicios— se puede caminar un largo rato y sentirse totalmente solo en el mundo. Lo único que se escucha es el vuelo de las aves, el chirrido de los murciélagos en las cuevas y el crujido y gruñido de lo que podría ser un cerdo salvaje.

En estos tiempos, cuando la Tierra Santa está desgarrada por la guerra y las personas se sienten muy lejos de Dios, por la rabia y el dolor que están sintiendo, parece que tanto la tierra como sus habitantes están en un desierto. Hay dolor por la injusticia, deseo de venganza y decisión de arreglar las cosas, pero, por detrás de todo esto, está la desesperación de todos, menos de los optimistas más fuertes. ¿Será posible vivir en paz alguna vez? ¿Los dos pueblos que reclaman estas tierras podrán en algún momento vivir juntos?

John Singer Sargent, Desde Jerusalén, medios mixtos sobre papel vitela, 1905–6.

Por supuesto, el desierto es un lugar difícil. Pero, ¿podría haber esperanza incluso aquí? Muchas veces, cuando Dios quiere decir algo, lo dice en el desierto. Es, además, el lugar a donde muchas personas se dirigen para escuchar la voz de Dios, lejos de distracciones. ¿Por qué Dios habla a las personas en el desierto? ¿Qué puede estar diciendo Dios en el desierto de hoy?

El Génesis 16, cuando Agar, esclava de Abram y Saray, huye al desierto para escapar del maltrato de su ama, se encuentra al ángel del Señor y recupera su ánimo al saber que su hijo no nacido recibirá bendiciones. Leemos que el Señor la encuentra “junto a un manantial en el desierto”. Ella se pregunta, “¿He mirado a Dios y sobrevivido el encuentro?” Pero, aún más importante, se da cuenta de que Dios la ha visto en su dolor. Después, le da el nombre “El-Roi” —el Dios que me ve— al Señor. A solas, lejos de otras personas, ella podía ver a Dios y ser vista por él.

Moisés estaba en el desierto, cuidando el rebaño de su cuñado Jethro, cuando encontró a Dios en una zarza ardiente, en el Monte Oreb (Ex 3). Luego, por el desierto, Moisés dirigió el pueblo de Israel desde Egipto y encontró otra vez la presencia de Dios en la montaña (Ex 19). En distintas épocas y lugares, el pueblo de Dios ha cobrado fuerza por el contacto directo con Dios en el desierto. Elías volvió a Horeb para encontrarse con Dios (1 Re 19). Jesús subió una montaña para orar (Mt 14:23).

De alguna manera, el desierto parece ser el lugar para encontrarnos de nuevo con Dios. Quizá incluso hoy, Dios dirija este país y sus pueblos, otra vez, hacia sus propios desiertos, para poder salir a otra tierra prometida, en donde estos versículos se hagan realidad: “Como rodean los montes a Jerusalén, así rodea el Señor a su pueblo, desde ahora y para siempre” (Sal 125:2); “Así mismo deben mostrar amor por los extranjeros, porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto” (Dt 10:19); y “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19:18).


Traducción de Coretta Thomson

  • Evangelio

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