Una pieza irremplazable del engranaje por Keturah Hickman


A fines de 2022, fui a un evento de contradanza de una semana y acordé trabajar como asistente de cocina a cambio de mi admisión. La cocinera era una mujer cuáquera cuyo principal propósito parecía ser animarnos a salir de nuestra burbuja y decirle qué queríamos hacer nosotros en la cocina. Nos decía: “Si no trabajas bien, nosotros no trabajamos bien”.

Sí, yo estaba allí para trabajar a cambio de disfrutar de la danza, pero ella no me decía qué debía hacer.

“¿Cuál es tu receta de pan preferida? Escribe la lista de los ingredientes que necesitas”, me dijo.

Cuando había que abrir los paquetes de snacks, me preguntaba: “¿Qué recipiente será mejor para los pretzels?”.

Usaba delantales con estampados muy vivos, confeccionados por ella misma. Había ido a divertirse, pero también se aseguraba de que los músicos tuvieran la comida pronta en el momento en que dejaban los instrumentos. Tenía un perchero exhibidor con vestidos que había hecho para vender, y la mitad de las bailarinas los lucían en sus giros y vueltas. Si no estaba cocinando, estaba bailando, y si no estaba bailando, estaba de charla con sus amigas en la mesa de los rompecabezas o arreglando la ropa de sus amigas en su máquina de coser. Llegó al evento con un tráiler que tenía todo lo que una persona podía necesitar a lo largo de una semana en un festival de danza.

Al principio su actitud me desconcertó; no volcaba en mí su carga de trabajo, pero tampoco me liberaba del todo. Simplemente esperaba que mostrara mi capacidad, que mi trabajo estuviera a la altura y que lo pasara bien. 

Después del primer día ya no lo sentí como un trueque de trabajo. Si la gente estaba alimentada y yo estaba contenta, podía disponer libremente de mi tiempo. Me apropié de un sector de la cocina; les preparaba el desayuno a mis amigos, llenaba bols con snacks crocantes y me iba a bailar mientras el pan leudaba o se cocinaban las chauchas. Me fui acostumbrando a sus rarezas y llegué a apreciarla y valorar sus múltiples habilidades. Cuando llegó el momento de despedirnos, me hizo prometer que, en unos meses, iría a verla para ir juntas a comprar telas.

Cuando nos despedimos, le dije: “Se ve que eres el alma y sostén de esta comunidad de contradanza”.

Su respuesta fue tajante: “¡No soy imprescindible!”. Sorprendida, intenté rebatirla: “Pero no sabrían qué hacer sin ti…”.

“Seguirían adelante sin ningún problema”, replicó. “Me he ocupado de que, si alguien comienza a hablar en esos términos, todos sepan que no me necesitan, de lo contrario, me iré. Deben saber que, cuando yo o cualquier otra persona que les parezca irremplazable muramos, podrán seguir danzando sin nosotros. La comunidad no desaparecerá cuando yo no esté”.

Insistí con mi argumento: “Es bueno tener personas en quien confiar; nos hace bien saber que otros nos necesitan”. Como la mayoría de las personas, yo sentía la necesidad de ser especial e irremplazable para alguien, ser admirada, ser esa persona a quien los demás acuden ante una necesidad importante.

Y añadí: “Pero sí eres irremplazable para tu esposo”.

Se mantuvo firme: “Ni siquiera los esposos deben considerarse el uno al otro indispensables para la vida. Uno debe seguir alimentándose y vistiéndose”.

No podía creer lo que me estaba diciendo. Yo estaba orgullosa de ser esa amiga que siempre tiene lo que otros necesitan, ya sea cebollas, especias, té, cinta adhesiva, pegamento o tijeras. Es bueno ser la persona a quien los demás recurren cuando necesitan algo, ¿verdad? Me habían enseñado que “detrás de cada gran hombre hay una mujer”. Mi sueño era ser esa mujer detrás de un gran hombre, acunar a grandes personas, ser una matriarca.

Quería ser irremplazable.

Con toda razón celebramos la vida de los pilares de nuestras comunidades. Las bisabuelas que organizan las reuniones familiares, remiendan codos y bordan las medias. El tío soltero que lleva a los niños a acampar y les enseña a tallar pájaros con trozos de madera. El anciano que divierte a familiares y vecinos con sus extraños cuentos y tesoros, y sabe qué hacer cuando un niño está aburrido. La tía que hace los pasteles como nadie más puede hacerlos, porque usa ingredientes secretos.

Pero cuando vivimos convencidos de que esta mujer o aquel hombre son absolutamente indispensables, entonces no habrá quien continúe su obra cuando ellos ya no estén. 

Si te haces irremplazable, le pones una marca de tiempo a aquello que amas. Te conviertes en una pieza clave del engranaje, y sí, mientras vives, te consideran necesaria; la rueda gira, y todos reciben su sustento. Pero un día, ya no estás; falta esa pieza irremplazable, y el engranaje se detiene. Perduran los hermosos recuerdos de un pasado maravilloso, pero ¿de qué sirven cuando todo lo bueno que tú brindabas ya no está disponible? Tu don se extinguió porque no supiste implementar un mecanismo de transmisión; la visión quedó trunca, se detuvo con tu partida, en lugar de pasar a través tuyo para que Dios llegara a otros.

Fotografía cortesía de la autora.

No siempre ha sido así. Un desequilibrio en las prioridades ha provocado que la cultura moderna olvide que la aldea que criaba al niño lo hacía para que una nueva vida reemplazara a sus habitantes. Nuestros amigos irremplazables tienen muy buenas intenciones, ¡las mejores! Hacen el trabajo que la sociedad industrializada afirma no necesitar; sustentan la vida recordándonos el valor de los sentimientos. Y lo hacen, anhelando que los jóvenes muestren disposición al sacrificio, a la vez que consideran a la educación como un derecho fundamental ya que habilita el pleno desarrollo de la persona. Otros pensarán en retirarse y no en el legado, pero mantienen la llama ardiendo, aun cuando rara vez la ponen en alto para que se vea.

No basta pasarle las tradiciones y destrezas a otra persona; no se trata de una ayuda o favor personal. Hemos perdido más que las habilidades domésticas. Nuestra sociedad ha olvidado desarrollar un espíritu colectivo que se transmita de generación en generación. Esto es algo que no pasa simplemente de una persona a otra, sino de muchas, de aquellas que son los pilares de la comunidad a muchas otras que serán los renuevos. De este modo, los jóvenes podrán recoger y portar la antorcha que sus ancestros mantuvieron encendida.

No es tarea sencilla hacerse reemplazable. Uno debe reprimir el deseo de recibir elogios y comprometerse con la ardua tarea de inculcarles habilidades a quienes están a nuestro cuidado, sean alumnos o hijos. A través de nuestro ejemplo y enseñanza podemos guiarlos para que hagan lo que consideramos necesario. Sería más fácil limpiar la casa, hornear el pan y cocinar sin interrupciones, pero ¿de qué vale una casa limpia y un estómago lleno si mañana, cuando tú no estés, no habrá nadie que continúe la noble tarea? Ser indispensables puede hacernos sentir validados, legitimados, pero nuestra verdadera misión es que, mientras están bajo nuestras alas, nuestros hijos sean permanentes aprendices. Cuando alguien te visita, en lugar de ofrecerle tú un vaso de agua, pídele a tu hijo que lo haga hasta que salga de él, como algo natural, ser hospitalario.

El valor de una madre no disminuye porque sea reemplazable; no desaparecen sus deberes y responsabilidades ni se vuelve menos valiosa a los ojos de Dios o en el corazón de su esposo, hijos y vecinos. Abriga menos sentimientos de orgullo y, de manera casi misteriosa, crece en dignidad al reconocer que el mundo no gira en torno al lugar que ella ocupa, sino que su lugar consiste en dar humildemente a otros lo que podría guardar para sí misma. Así, el mundo y la vida que hay en él seguirán girando gracias a su don.

Si alguna vez cruzan el estado de Virginia Occidental, vale la pena hacer un desvío para visitar la tienda O’Hurley, en Shepherdstown, o si están en las inmediaciones de Washington DC y necesitan una inyección de vitalidad.

Jay O’Hurley fue una de esas personas cuyos sueños lo llevaron a ver más allá de sí mismo. Su visión, convertida en legado, eclipsó su presencia física. Solo tuve un brevísimo intercambio con O’Hurley, pero, aun así, su vida tuvo un gran impacto en mí; un hombre íntegro, de agradable estilo clásico. 

Recuerdo la primera vez que entré a esta tienda donde se puede encontrar de todo. Mi mejor amiga había trabajado allí de adolescente, y aunque O’Hurley no la había visto en años, la recordaba y me recibió como su amiga. La tienda tenía muchos salones, y él nos llevó al que estaba en el fondo, donde vimos sillas y mecedoras artesanales dispuestas en círculo bajo un cielorraso con querubines pintados. Los jueves de noche la tienda albergaba músicos que se juntaban para tocar temas e improvisar, y él tocaba el dulcimer. Allí cerca había una estufa a leña con el fuego encendido. O’Hurley hizo una seña para que mirara encima de la chimenea y encendió un fósforo.

“Este es Rufus”, dijo.

Pude ver el rostro redondo como una moneda de un gnomo y dos ojos pequeños y brillantes que me miraban fijamente.

O’Hurley me dijo: “Si alguna vez te sientes sola, puedes venir a hablar con él. A veces, responde. Pero nunca lo alumbres con la luz del celular; solo le gusta la luz del fósforo, siempre que no le acerques la llama a la nariz. Aquí guardo los fósforos”, y señaló la repisa de la chimenea.

Mi amiga me llevó más hacia el fondo de la propiedad y me dijo que mirara dentro del garaje a través de unas pequeñas ventanas polvorientas. Vi un par de aeroplanos. “Trabaja en eso todo el tiempo”, me contó.

Compré medias y unos pocos juegos de otra época para mis hermanos. Vi bolitas a 1,5 centavos de dólar cada una. Tomé un número impar de bolitas y fui al mostrador.

“¿Llevas un número impar de bolitas? ¡Bien!”.

Algo extrañada, pagué las bolitas con monedas de un centavo. Tomó otra moneda de un centavo, la cortó en dos y me dio la mitad.

Volví a visitar la tienda en más de una ocasión. Había una pequeña zona de casas móviles en la parte de atrás; algunos huéspedes pagaban alquiler y otros se alojaban a cambio de trabajo. Una de las veces, me quedé allí un par de días, incluido un jueves para asistir al encuentro musical. Recién me había comprado una camisa de seda con puños para gemelos. No sé si alguno de ustedes sabe lo difícil que es encontrar gemelos de mujer, pero les aseguro que es muy difícil. Si en algún lugar se vendían, sabía que ese lugar era la tienda O’Hurley. Y no me equivoqué: tenía un solo par (en realidad, lo tenía uno de sus aprendices).

No volví a verlo después de comprar aquellos gemelos.

Hace unos meses supe que Jay O’Hurley había muerto. La noticia me llenó de angustia y temor. Fue un hombre extraordinario, sí, pero ¿qué pasaría con su tienda y los encuentros musicales? Le envié un mensaje a una de las mujeres que conocía en el pueblo. Y esta fue su respuesta:

A todos nos entristeció su partida, pero estuvo muy bien cuidado en sus últimas semanas de vida. Yo misma iba a menudo a llevarle la comida y asegurarme de que tuviera todo lo necesario. Había un desfile programado en la ciudad el día después de su fallecimiento; se decidió que fuera en su honor y hubo un discurso recordatorio. No pensé que pudiera hacerme llorar, ¡creía que ya me había resignado a su muerte! La tienda quedó en manos de los tres aprendices que han trabajado con él los últimos quince a veinte años.

Fue reconfortante saber que todo lo bueno que había logrado no desaparecería con su muerte.

Si alguna vez soñé con ser irremplazable, ahora mi aspiración es ser una mejor mujer. Espero ser anfitriona y huésped, dar y recibir, multiplicar y disminuir. Quiero que mi antorcha pase de mi mano a otras manos, no que se extinga en mi puño cerrado.

Nuestro impulso de tener una visión permanece, pero la memoria de cómo hacer que esa visión nos trascienda se deterioró en algún punto a lo largo del camino. En el nivel individual, cada uno de nosotros puede estar atento y recordar, con humildad, que somos portadores de la luz de Dios. Si tenemos un sueño, no nos corresponde a nosotros ocultarlo dentro de una cesta. Si tenemos algo que vale la pena compartir, debemos difundirlo. Es bueno crear, y es maravilloso ser únicos, pero eso nunca bastará si no compartimos lo que tenemos con quienes están aprendiendo o necesitan tutoría. Solo así los sueños, las visiones que amamos permanecerán más allá de la existencia individual. Solo así nuestra comunidad seguirá danzando y organizando pícnics mucho después de nuestra partida.


Traducción de Nora Redaelli

  • Evangelio

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